Quién no es víctima hoy, en cualquier grado, del festín de deseos al que estamos invitados de continuo en nuestras sociedades de consumo (se puedan ... materializar o no) a través de todo tipo de soportes y medios. Cuestión que no escapa al clásico mito del origen del deseo. Hijo del dios de la abundancia, lleno de recursos, afanes y habilidades, al acecho de cualquier presa, al alcanzarla cesa, para morir y renacer, si es que antes no se le escapa o resulta escasa. Porque, siendo vástago al tiempo de la diosa de la pobreza, el deseo no se detiene en su búsqueda infatigable para colmarse en todo aquello que ansía, sin poder desprenderse de su condición indigente, menesterosa, carente.
Salvo muertos o deprimidos no podemos no desear. Hasta el budista deseando liberarse del deseo lo hace. Y de la cuna a la sepultura todos deseamos a través del prójimo, que es también la sociedad y la cultura, modelando continuamente nuestros deseos en múltiples y muy variadas formas en todo aquello que anhelamos parecer, tener y ser, incluidos quienes se pretenden o consideramos más originales. También forma parte de nosotros el deseo de reconocimiento por parte de los demás. ¿Sería posible hablar de libertad autónoma? Desde luego no en un escenario ficticio e irreal, como el dibujado por la creencia de que uno no es como el resto, la masa, sino diferente, distinto, singular, desemejante a su vulgaridad. No hay libertad lúcida que no reconozca el suelo del que se alimenta, también en lo respectivo a los deseos. Hasta la invitación ilustrada de Kant a atreverse a pensar libres de tutelas, sirviéndose de la propia razón e inteligencia, cabe ser emulada, deseada a través de buenos modelos a imitar.
Nuestro entrenamiento a la hora de discernir nuestros deseos ha de ejercitarse lejos de la imbecilidad, riesgo del que nunca nos libramos. Entendiendo el término imbécil conforme a una cierta etimología, no sólo como persona meramente falta de inteligencia, sino cuando lo somos al rechazar apoyo o muleta para asistirnos. Y la formación humanística puede ser una ayuda. El simple uso y conocimiento del lenguaje. De términos como capricho y voluntad. El primero nos ayuda a identificar el deseo pasajero, el antojo insustancial y apremiante, capaz de enrabietarnos si no es rápidamente satisfecho, sin serena reflexión (si es que esta pudiera librarnos de ello). Por algo la charlatanería tiene prisa. El otro término nos ayuda a elucidar el deseo vinculado a la decisión propia, que hemos pasado por un filtro racional, que nos proyecta hacia el futuro, ordenando y dando sentido, jerarquizando lo prioritario sobre lo secundario. Dándonos capacidad de aplazar otros deseos y satisfacciones, en favor de lo que hemos asumido que queremos, pues eso es la voluntad, llamada inteligencia ejecutiva en la actualidad.
Los dinamismos del deseo ora nos hunden ora nos elevan, encadenándonos o haciéndonos volar. Se enraízan en nuestro radical carácter de seres siempre inacabados e incompletos, maldición-bendición que hace posible irnos forjando y gastando entre insatisfacciones y dichas en nuestra vida mortal. Si sabemos que deseamos a través de los demás como modelos, qué menos que tratar de elegir los que más nos convengan. Ni faltaron ni faltan obstáculos en estas lides. Como el significado por la serpiente del Génesis al mostrar, sugerir y hacer deseable el deseo de «ser como dioses», repetido o reformulado a las claras o disimuladamente hasta la saciedad durante milenios, en los que la estupidez humana, social o individual, ha seguido sin quitarse la venda al seguir pretendiéndolo. Dioses de o en cualquier cosa, aunque sea virtual como Facebook, uno de cuyos fundadores admitió que rentabiliza nuestra vulnerabilidad psicológica generando adictos. Desear no es cuestión de mera independencia, esa es la vana ilusión. Es cuestión delicada, asociada a una gran capacidad y a una gran fragilidad. A nuestra imbecilidad cuando, peregrinos de nuestro desear, rechazamos un bastón que nos ayude a andar.
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