El perdón, 'arma de construcción masiva'
No hay que irse a las grandes tragedias contemporáneas para admitir que la violencia y el daño campan a sus anchas en nuestras sociedades divididas y tristemente indignadas
Manuel Martín García
Sábado, 15 de febrero 2020, 23:25
Nuestras vidas normales están llenas de ocasiones de obrar bien a la primera y, también, de fastidiarla. En el camino ofendemos, nos ofenden, hacemos daño, ... nos dañan; matamos, también nos matan. Creo que el quinto mandamiento se refiere a atentar contra la vida y dignidad humana, a golpearla o maltratarla con cualquier arma, sea física o moral.
En esto de herir, ser heridos, todos y cada uno entramos al mismo saco y siempre hay un par de ópticas, dos visiones enfrentadas y aferradas a una sola razón, que es la de cada cual.
Antes de cualquier perdón hubo un error o varios, una calumnia o dos, un desencadenante chungo, un mal golpe, un insulto, un desacierto. O una cadena de ellos, con intención, por despiste, merecido, injustamente, en nombre de la verdad, por razones arbitrarias o desde la confianza. Todo cabe en el proceso de errar, no importan los ingredientes cuando hay daño.
Consumado el descalabro, comienza a formarse un nudo, la herida empieza a infectarse recogiendo una corriente de lodos hechos de esas creencias que nos hacen ser de un modo, la pena que cada cual atesora, el vacío de expectativas falladas y un montón de cosas más.
Mientras la llaga está viva, nos confiamos al tiempo o al espacio, nos apartamos del daño como el niño que juega al cucú, que si se tapa los ojos, no es que no vea, es que piensa que no hay nada.
Por eso el perdón no suele ser inmediato: rechazamos el dolor en carne viva, nos escuece demasiado para poder acercarnos. Además, no aspiramos a un indulto momentáneo, a una concesión mecánica, no queremos perdonar, ser perdonados, de una manera casual por una exigencia práctica de tener que convivir o tener que tolerarse ya que amar no es exigible. No aceptamos sucedáneos ni disculpas de las de salir del paso. Esto nos sabe a desdén, es esa migaja escueta que pone guinda al pastel.
Esperamos esos gestos que demuestren el aprecio verdadero; el propósito de cambio; anhelamos la palabra que construya el edificio, la mirada que convenza; el no quiero verte sufrir y el me importas demasiado. Aspiramos a que nos limpien la era para que la relación quebrada vuelva a ser confiable, auténtica y duradera. Porque sólo nos dejan muertos aquellos a los que amamos, y es también a ellos a quienes cuesta más volver.
Dice el director de cine Juanma Cotelo que «el perdón es el arma de construcción masiva más poderosa que existe» y así lo contó en su documental 'El mayor regalo' que, partiendo del proceso de reconciliación en Colombia –el acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC–, relata el deseo humano de perdón, la necesidad de encuentro entre víctimas y verdugos.
Participan con su testimonio, entre otros, Irene Villa, víctima de ETA; Shane O'Doherty, terrorista del IRA que reconoció su culpa, paramilitares colombianos con centenares de muertes a sus espaldas o madres de hijos asesinados en Ruanda.
El documental cuenta cómo personas, sociedades y países dominados por décadas de violencia, destrucción y venganza fueron capaces de emprender el camino del diálogo, abandonar la confrontación, soltar armas y abrazarse. Más allá de los grandes procesos de paz, el perdón como necesidad social que Cotelo narra es un esfuerzo de titanes empeñados en poner fin al dolor, decididos de verdad al cierre y la curación.
Pero no hay que irse a las grandes tragedias contemporáneas para admitir que la violencia y el daño campan a sus anchas en nuestras sociedades divididas y tristemente indignadas. Andamos contaminados del rencor que se respira en demasiados parlamentos, de la rabia que a ratos recorre las redes, del pesimismo económico, de los debates televisivos a cara de perro. Nos intoxica a diario el veneno de la furia; la rencilla del pasado, el 'y tú más' orquestado, el resentimiento a punto y la eterna división.
Esta sociedad es la nuestra, la que hemos permitido, promovido o amparado, el ámbito en que vivimos. No es de extrañar que haya bullying en los patios del colegio, que circulen amenazas en cualquier diputación, que compañeros de mesa no se miren a la cara, que los hijos no les hablen a sus padres.
Nos hace falta el perdón, el verdadero. No la disculpa útil, la sonrisa con retranca o el olvido indiferente. Quien opta por el rencor firma su propia sentencia: se asegura una vida de dolor.
Perdonar, ser perdonado, y saberse tan capaz de culpa como necesitado de la indulgencia ajena.
Perdonar, ser perdonado, pues la persona que daña es mucho más que esa frase o comentario doloroso; mucho más que ese desaire; no es tan sólo la jugada mala: es el antes y el después del acto infame, de la cadena de actos.
Perdonar, ser perdonado, y desconectar el daño, amputarlo para siempre, retomar la confianza, dar carpetazo a la angustia.
Perdonar, ser perdonado. Desde la humildad completa de reconocer la pata, esa inmensa y mala pata; en la convicción honesta de no volver a fallar; y con toda la empatía para sentir como el otro hasta dolerme su pena y hasta aliviarle su carga.
Perdonar, ser perdonado, es por último o es también la contribución modesta, nuestra aportación privada, el grano fino de arena que vamos a colocar en la corriente de paz en medio de un mundo herido y lleno de desencuentros.
Un arma de construcción masiva, universal, más necesaria que nunca: perdonar y sentirnos perdonados y llenos de gratitud.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión