Hace diez años me mudé a mi actual piso. La única reforma que nos permitimos fue cambiar el suelo de mármol por uno de tarima. ... La mejora no era nada fuera de lo común pero en mi caso encerraba un secreto anhelo que se había convertido en obsesión, y a las obsesiones hay que prestarles atención, mimarlas como a un hijo y dejarlas que de vez en cuando asomen la patita y nos recuerden de qué pasta loca estamos hechos. Es más, pienso que me embarqué en la trampa inacabable de aparecer en la escritura de un préstamo hipotecario solo por el gusto de pisar a diario la madera o lo que quiera que fuese la famosa tarima.
Hace un par de años, detecté que uno de los listones del pasillo se había levantado ligeramente. O se había hundido. La cuestión es que al pasar descalzo empecé a notar, siempre en el mismo sitio, un escaloncito, un cambio mínúsculo de alturas, una falla, una grieta en mi adoraba tarima que desde ese momento se convirtió en un infierno diminuto. Creí que me iba a volver loco. Cuando localicé el listón defectuoso le juré odio eterno y empecé a sortearlo con sutileza. Hice como si no existiera y mis recorridos por el pasillo (piensen en el confinamiento) recobraron la suavidad y la exquisitez de antaño, aunque de vez en cuando bajaba la guardia y !chas!, volvía a posar el pie en la hendidura.
Una tarde vencí mis reticencias, me agaché y según pasaba el dedo por la ranura me pareció notar como si otros dedos salieran a mi encuentro. Del respingo que di casi me parto el cráneo. Recordé el cuento de Cortázar en el que dos hermanos se largan de su casa porque una presencia extraña e invisible la ha invadido. También di en pensar que igual allí debajo me esperaba el aleph. No sabía cómo resolver aquello. Busqué desesperado los papeles de la empresa que puso la tarima pero no los encontré.
Por fin, hace un par de días lo entendí todo. Leí que el flamante parqué del Palacio de Deportes se había levantado y que ha habido que volver a colocar el antiguo. Descubrí entonces con terror que hay algo, una fuerza telúrica, una marea lunar, que juguetea con los parqués y las tarimas, abriendo y cerrando rendijas terribles. Pensé que quizás si levantaba la tarima del pasillo, allí debajo me iba a encontrar el Palacio de los Deportes, pero la sola posibilidad de toparme con la manaza de un pívot con pasado en los Knicks me disuadió de intentarlo. Ahora recorro el pasillo pegado a la pared. Y a saltos.
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