Cuando la crisis financiera del 2009, se puso de moda durante un tiempo aquella expresión de «élites extractivas», como las que teníamos en nuestro país ... enriqueciéndose a costa de hacernos más pobres. La verdad es que nunca entendí del todo dicho razonamiento, pero tomándolo como referencia podríamos decir que en apenas 10 años hemos pasado de tener unas élites extractivas a unas élites destructivas, entiendo como élite básicamente a la clase política dirigente. Si hablamos de los grandes empresarios, por desgracia, cada vez quedan menos. Pero lo realmente novedoso en el campo del poder político es que ya no actúan solamente los partidos, sino que tienen como cómplices necesarios, aunque casi siempre sumisos, a una cantidad de medios de comunicación cuyo papel es imprescindible en la tarea (auto)destructiva que los políticos, en general, la izquierda y el separatismo, en particular, están llevando a cabo con una precisión que roza casi la perfección. Si no es perfecta del todo es porque aun seguimos vivos, a pesar de que nos falten más de 100 mil españoles.
Leyendo los sesudos análisis sobre nuestros males de la élite politológica uno se da cuenta de dos cosas: que casi siempre la culpa es de la derecha porque no es suficientemente de centro, y que casi nunca se pone el foco de una forma determinante en un aspecto que supone la auténtica raíz del declive de nuestra democracia como sistema funcional, eficaz y eficiente: la podredumbre interna de los partidos políticos. Si los partidos son la base de nuestro sistema político, es evidente que algo de gran culpa tienen en su desarrollo. Luego, claro está, tampoco se habla mucho de la naturaleza político-electoral de nuestra propia sociedad. Nadie se atreve a decir muy alto que en España cada vez existe menos un votante racional que sea capaz de entender que por encima de la ideología de cada cual existe una noción del bien común que, en ocasiones, hace que la mejor opción para nuestro presente y nuestro futuro sea votar al candidato que está en la otra orilla. Porque en esto consiste la madurez democrática y una clave de los sistemas pluralistas que funcionan.
Precisamente en clave centrista, moderada y hacedor de la «tercera España» se llevaba presentando Ciudadanos desde que Inés Arrimadas decidió que tenía que ir convirtiéndose de manera progresiva en una especie de alfombrilla blanqueante del sanchismo como símbolo del nuevo rumbo tras Albert Rivera. Al principio, en plena pandemia, tuvo sentido, y yo hasta lo defendí, la posición pactista de Ciudadanos en cada prórroga del estado encubierto de emergencia que decretaba el gobierno de Simonilla. Un año después, todo se ha descubierto mucho más obsceno tras la moción fallida de Murcia y la explosión del gobierno madrileño. Sobre la descomposición definitiva de lo que queda de Ciudadanos, ya habrá tiempo de hablar.
Lo más llamativo de todo esto ha sido la terrible virulencia y sectarismo cainita con el que han reaccionado la cúpula de fieles que le queda a Arrimadas y la típica gestapillo de partido que se dedica en redes sociales a practicar ese patriotismo de partido donde todo sentido del ridículo y de la vergüenza se pierden en nombre de las esencias únicas y superiores de ser afiliado del selecto club que está siendo atacado, ayer el socialismo en su batalla entre sanchistas y susanistas, hoy Ciudadanos en su batalla contra sí mismo. Personalmente, lamento profundamente la crisis terminal del antaño partido de Rivera porque Ciudadanos siempre ha sido un bien necesario para nuestra democracia que posiblemente no han sabido apreciar demasiado los votantes ni han podido desarrollar políticamente sus actuales élites. Teníamos en UPyD un ejemplo perfecto de como no actuar para salvar un partido decente, pero Arrimadas y los que aun quedan en Cs han preferido hacer exactamente lo contrario.
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