Según el discurso dominante, nuestra aspiración no es mejorar el futuro paradisíaco sino cambiar la historia. Por lo que se repite una y otra vez, ... la principal misión de nuestra época es acabar con el franquismo. Es la utopía que queremos, un nuevo pasado. Por la frecuencia e intensidad con que la dictadura franquista salta a la palestra, se obtiene la impresión de que ocurrió ayer, de que sigue presente.
En este imaginario social, parecen haber desaparecido cuatro décadas, las que van de los comienzos de la transición hasta aquí. Cuando mucho, quedan descalificados como tardofranquismo. Por lo demás, esos años han perdido consistencia, se han desvanecido. Como si no hubiesen existido. La democracia como un mal recuerdo, fagocitada por la dictadura, de la que sería una secuela.
La actualización retroactiva del franquismo lo convierte de pronto en la hidra que nos persigue.
Aproximadamente la mitad de la población actual no había nacido cuando la muerte de Franco. Y los que habíamos llegado a los 18 años, el segmento que puede tener vivencias nítidas del franquismo, somos actualmente el 20%, la gran mayoría jubilados. El 80% restante vive de referencias prestadas, para la mayoría lejanísimas.
Por eso asombra el revival permanente del franquismo, presentado como una realidad inmediata. ¿No podemos vivir sin Franco? Se diría que somos incapaces de romper con el pasado tenebroso. Como si nos viésemos abocados a revolcarnos en tiempos de blanco y negro que poco tienen que ver con la sociedad del XXI, de problemas tan distintos.
Constituye un hecho nuevo. A la altura de 2005 el franquismo casi había desaparecido del discurso político en España, salvo en el País Vasco. Todavía podía el interés por el presente y por el futuro: el franquismo se convirtió en antigualla. Era una evocación histórica, no un flagelo cotidiano para fustigar la convivencia y tacharla de espuria.
Las evoluciones históricas no van siempre hacia delante. Tras invocarse una memoria punitiva –precisamente al revés que en la transición– el franquismo se convirtió en omnipresente. Surgió un neoantifranquismo que se opone a una versión rudimentaria del franquismo, imaginado al gusto del consumidor. El futuro dejó de interesar y el presente se caracterizó por dos notas: la voluntad de vengarse de la dictadura y la búsqueda de expresiones franquistas por doquier.
¿Nos sentimos bien en esa imagen inmovilizada, perpetuamente en el 36 o el 39, vengándonos, imaginando la vuelta a la tortilla? Por sí mismo, el síndrome de regreso al franquismo no tiene salida: creadas las estructuras de la autoflagelación social, contraído futurofobia y desarrollada la capacidad de detectar presencias franquistas en cualquier discrepancia, la vida en sociedad se convierte en una espiral que se envuelve en sí misma, la pescadilla que se muerde la cola.
En el fondo, estamos ante todo un misterio histórico, el de la conversión de la sociedad española al antifranquismo cuarenta años después de la dictadura. Da la impresión de que llegamos con cuatro décadas de retraso, con la consecuencia de que así el pasado nos tiene atrapados.
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