Partidos de profesores
En España el gremio universitario siempre anduvo escorado a babor y de ahí que, en la República, de esos intelectuales metidos a políticos se hablase como «socialistas de cátedra»
Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
Miércoles, 2 de octubre 2019, 23:35
Esa es en Alemania la expresión, 'Professorenparteien', que se dispensa a los grupos políticos que nacieron en el medio académico o en sus aledaños y ... que presentan la nobleza –y al tiempo, ay, el elitismo intelectual– que resulta propio del gremio. Son criaturas que pueden resultar atractivas pero que lo tienen difícil para perdurar, porque la lógica de la sociedad es la gramática parda –«son malos tiempos para la lírica»– y la terrible dinámica de la actividad política no digamos. El final casi cantado de esas criaturas, si es que no desaparecen por inanición electoral, está en diluirse o, en el caso –no frecuente– de encontrarse en el centro del terreno ideológico, en terminarse dividiendo en dos.
Así sucedió en varias ocasiones a lo largo de la República de Weimar (1919-1933), toda ella probablemente un régimen de profesores, de Derecho, para más inri, empezando por el autor material de su texto, el recordado Hugo Preuss. Y lo mismo puede decirse, con ocasión del rescate a Grecia en 2009/2010, de Alternativa por Alemania: sus fundadores fueron profesores –de Economía, ahora– que pusieron el dedo en la llaga de que los males del euro no venían sólo de un defecto de diseño, sino de algo mucho más grave. No se puede unir por arriba –la moneda– lo que por abajo –la economía y la cultura económica– resulta tan desigual: los artificios tienen sus límites. De ahí que propugnasen que dar dinero a Grecia era tanto como prolongar su agonía –y además a costa de grandes sacrificios–: un partido antirrescates, en suma. Luego vino Pegida, el famoso grupo de las manifestaciones de Dresde contra la masiva inmigración siria del verano de 2015, reforzado a partir de las violaciones de 31 de diciembre de ese mismo año en la plaza de la estación de Colonia, que acabó entrando dentro del partido de los economistas hasta transformarlo y convertirlo en el anti-inmigrantes –sobre todo, anti-inmigrantes islámicos– que es hoy.
En España el gremio universitario siempre anduvo escorado a babor y de ahí que, en la República, de esos intelectuales metidos a políticos se hablase como «socialistas de cátedra», con Fernando de los Ríos, añorado no sólo en Granada, como icono. El PSP de Enrique Tierno Galván en los años 1977-1978 también merece una referencia: acabó viéndose deglutido por el PSOE a cambio de migajas –o no sólo migajas– para algunas personas.
Y hace digamos diez años, cuando la pinza de crisis económica y tecnología de redes hizo aflorar las miserias del insufrible bipartidismo, en la sociedad –sobre todo, en la clase creativa, para decirlo con la expresión del urbanista americano Richard Florida– surgió la demanda de un nuevo partido que no sólo defendiera un discurso de libertad e igualdad de todos los españoles sino que enarbolase las banderas de la modernización institucional –lo que significa en esencia su despolitización– y la transparencia. De ahí, en concreto, UPyD, nacida en el País Vasco en las trincheras de la lucha contra el terrorismo –y el terror sin más–, pero que enseguida encontró acogida en otros muchos lugares, en particular en las ciudades. Pero ese partido se vio infectado por el virus letal del personalismo –la ley de hierro de la oligarquía sobre la que disertara hace casi un siglo Robert Michels– y ya sabemos lo que sucedió en 2015. El invento se mostraba feliz pero acabó durando muy poco.
Luego han venido otros desde Cataluña, forjados en una rebeldía igualmente noble y encabezados también por intelectuales, y que precisamente en 2015 se expandieron en toda España porque la demanda sociológica de esa mercancía no sólo seguía viva sino que crecía por momentos. Pero ya se sabe que el día a día de la vida política –el cuerpo a cuerpo con unos y otros, ya sean los extraños o simplemente los propios– se muestra muy duro –de hecho, los profesores que fundaron el invento acabaron saliendo despavoridos–.
De la maldición bíblica del hiperliderazgo, por así llamar a lo que no son sino los viejos modos cuarteleros, parece imposible escapar. El conjunto de todos esos factores y los consiguientes tropezones –no sólo titubeos, es algo más serio– han acabado generando en mucha gente lo que en la literatura del Barroco se llamaba el desengaño. A ver qué tal el 10 de noviembre, pero el tiempo hasta entonces corre que vuela y remontar no se antoja fácil.
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