Todo para el campo... pero sin el campo
Paloma Egea Cariñanos
Domingo, 18 de mayo 2025, 22:59
«El campo es lo último». Es una frase ampliamente escuchada en las zonas agrarias de nuestro país. Pero su significado es polivalente. Utilizada por ... padres y abuelos para animar a su descendencia a escoger oficios sin hoz ni trillo, también se construye como piedra angular de un malestar cada vez más extendido entre los agricultores. El enterramiento en burocracia, la desprotección sentida ante el competidor extranjero y las cada vez más exigente obligaciones ambientales, son algunas de demandas más repetidas en las tractoradas y demás demostraciones de la marginación percibida por el sector. Y las consecuencias son múltiples. Quizá la más preocupante, en seguimiento de los trabajos del sociólogo rural Luis Camarero, es un sistema de producción de alimentos caracterizado por cada vez más agricultura y menos agricultores. En términos de las ciencias sociales este proceso se encuadra dentro de la denominada desagrarización (multipolar como todo fenómeno social). La desagrarización es la acelerada pérdida de primacía de la agricultura en la vida socioeconómica de los pueblos. Esta es producto del acaparamiento de tierras, de las barreras de entrada al campo por las elevadas cifras de inversión inicial que requiere la producción de alimentos en la era de la maquinización y, entrando en la segunda consecuencia, del malestar: la falta de incentivos.
Las instituciones supranacionales (Naciones Unidas y su Agenda 2030), internacionales –representadas en la Política Agraria Común de la Unión Europea– y estatales –distintas iniciativas del Gobierno de España entre las que destaca la Estrategia Nacional de Alimentación–, se preocupan por garantizar la alimentación de la población, pero, en esta preocupación, ¿dónde están los ocupados? Como vemos, no se trata de ausencia de regulaciones –hay más bien un exceso según los trabajadores del campo–, sino de cualidad de las mismas. Una jornada de observación participante en las tractoradas del pasado año evoca un sentir similar al que debió palpitarle a un campesino del reino de Carlos III: mucho interés en el campo, pero sin contar con el campo. Si se les pregunta a aquellos que visten botas manchadas con barro y rara vez corbata, la PAC no es otra cosa que un revival de despotismo ilustrado. Juan José, el de Paca y Jacinto, el que tiene las tierras arriba y que acaba de arrancar el almendro para poner pistacho, no se llevaría bien con Rousseau.
Y entonces, ¿qué piden los agricultores? En el plano simbólico cultural, la relación de los agricultores con su tierra invade mucho más allá de la esfera económica de sus vidas. Las explotaciones agrarias familiares piden regulación al precio de las materias primas, reducción de la complejidad administrativa y poder de negociación en el mercado global –o, en otras palabras, lucha contra la indigna venta a pérdida–, sí, pero también piden reconocimiento y dignidad. Piden acercarse a la población, eminentemente urbana, y que reflexionemos colectivamente sobre la obligatoriedad de defensa a nuestros productores. Y también, sin ninguna vocación antiecológica como a veces se les atribuye, defensa a la tierra que late cuando se la cultiva. Tierra y libertad es mucho más que el verso más hermoso de nuestro himno; es el elogio a las manos que nos sostienen como sociedad sin carencias alimentarias.
En relación con esta defensa, han sido muchos los actores clave que han izado sus banderas en la protesta agraria. Además de los grandes sindicatos del sector, UPA, COAG, Asaja y demás agrupaciones o cooperativas independientes, estas movilizaciones no han estado exentas de instrumentalización política. En particular por parte de la extrema derecha. Tanto en España como en la totalidad del continente europeo, los partidos de derecha radical han utilizado el descontento del sector agrario para reforzar su discurso euroescéptico y plagado de apelaciones a la soberanía y la identidad cultural nacional –como si España y el campo no fuesen, por definición, multicolores–. Por su parte, desde la izquierda, más ecologista que agrarista, es la transición verde la que se sitúa en el centro, pues colocan en el plato con más altura de la balanza las regulaciones ambientales y la lucha contra el cambio climático.
Las condiciones climáticas extremas –causantes ya personas refugiadas y exiliadas de sus tierras por sequías, inundaciones, o todo lo anterior a la vez–, no pueden desatenderse ni durante medio segundo más. Pero eso ya lo saben los agricultores y tampoco pretenden lo contrario. Escribió Miguel Delibes que si el cielo de Castilla era tan alto es porque lo habían levantado los agricultores de tanto mirarlo. Ahora bien, lo que tampoco puede ser es que desde el ambientalismo se asuma el grito de auxilio de los agricultores ante las elevadas exigencias ambientales de las subvenciones como algo parecido a 'daños colaterales'.
Quizá la conclusión es que no haya conclusión, pero lo que sí parece claro es que este ciclo de protesta en el campo que venimos experimentando subraya la necesidad de un debate político y público exhaustivo sobre el futuro de los sistemas agroalimentarios. Un debate en el que Juan José, el de Paca y Jacinto que se había pasado al pistacho, esté sentado en la mesa. Y a ser posible también Trinidad, su mujer, que aunque la explotación no está a su nombre la trabaja ella igual o más que él.
Un reto sociopolítico importante será ir más allá de dicotomías simplistas –de campo o ciudad, de ecologismo o agrarismo, de 2030 buena o mala–, para desarrollar sistemas agroalimentarios que fomenten las sinergias entre los intereses de los agricultores y los objetivos socioambientales. La gestión del conflicto exige un equilibrio de actuaciones en relación con la falta de unanimidad sobre la realidad agraria y con la orientación estratégica la producción de alimentos, adaptada esta al contexto global de multilateralismo, libre comercio y cooperación internacional. Porque si no, aquí no come nadie.
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