La algarabía propia de los días de pasión que vive nuestra política suele basarse en la grandilocuencia descontextualizada y los excesos retóricos. A veces tiene ... su gracia, por la desmesura, pero otras esconde trampas argumentales.
Sucede así con uno de los verbos de moda: criminalizar, «atribuir carácter criminal a alguno o a algo». Llamar criminal todavía es una acusación grave en España, pese a que la verborrea patria acabará santificando la ligereza.
Criminalizar no se usa para llamar criminal a otro, sino para quejarse de que «nos criminalizan». ¿Quiénes criminalizan, buscando convertir nuestra inocencia inveterada en criminalidad innoble? Son los otros, aquellos desvergonzados que quieren desprestigiarnos, tachándonos de criminales.
«Criminalizan al feminismo» por prohibirse manifestaciones del 8-M, aseguró la ministra del asunto. Buscan «criminalizar la protesta social» interpreta un podemita cuando la policía reprime manifestaciones de armas tomar.
«Criminalizan la solidaridad vasca» decían hace un par de años porque procesaban a algunos con la acusación de colaborar con ETA, una solidaridad peculiar.
No hay mejor defensa que un buen ataque, pensarán. Así se retuerce el lenguaje. Por ejemplo, en la referencia al feminismo: la aplicación de la norma general para evitar concentraciones durante la pandemia se transforma en mala voluntad, que 'quiere' acabar con la causa, como si ésta diese inmunidad.
Las medidas restrictivas para combatir al coronavirus se deslegitiman a la brava. «Criminalizan» la hostelería y los bares, interpretan. No importa la lógica que tengan las medidas. Quedan descalificadas por elevación, como fruto de alguna mala intención. No cuenta el hecho de que nadie haya insinuado criminalidades. Lo importante es colocarnos en el lado bueno del escenario tormentoso que divide al mundo en criminales y víctimas.
Queda así abierta cualquier interpretación, que no tiene por qué sujetarse a reglas lógicas. Bildu no condena unas pintadas que llaman «asesino» al PNV porque sería «criminalizar la libertad de expresión», en un volatín argumental en el que la amenaza implícita queda despojada de su contenido y convertida en víctima.
A veces el uso y abuso del término quieren trastocar el sentido común. Otegi asegura que «buscan criminalizar» a la izquierda abertzale y al independentismo porque va a ser juzgado bajo la acusación de determinados delitos. Puigdemont, prófugo de la justicia a la que no quiere dar cuentas, pone lo suyo en el mismo terreno victimista. Todo es por la «criminalización» de los disidentes políticos, como si cometer (presuntamente) un delito fuese mera disidencia. De paso, quieren «criminalizar la política catalana», donde nunca se ha roto un plato.
El colmo de la desfachatez corresponde a Josu Ternera, cuyo historial terrorista es bien conocido. Procesado por un asesinato y la financiación de las herriko tabernas, asegura que así «se está criminalizando su actividad política». La inversión conceptual como principio.
El lenguaje se nos está llenando de despropósitos, gestando una metarrealidad a voluntad del hablante, el «yo me lo guiso, yo me lo como» elevado a principio ético. La duda es si criminalizar y victimizar son antagónicos, complementarios o sinónimos.
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