Y con el once, Ramón
Los Cármenes transmutó en un manicomio. Los espectadores se hacían cruces con los dedos y se pellizcaban con tanta fuerza que por Doctor Oloriz bajaba un río silencioso de sangre en rojo y blanco vertical
Manuel Pedreira
Granada
Sábado, 28 de noviembre 2020, 02:08
Hay una cosa de aquel partido que me ha perseguido siempre. Un suceso trivial en el que no debió reparar nadie pero que se me ... enquistó en la cabeza con la contumacia de un tumor benigno que ni crece ni disminuye, pero que no se va, que siempre está ahí, y lo peor es que no soy capaz de desentrañar su significado. Más de treinta años y mil libros después sigo preguntándome por qué se me grabó a fuego aquel lance. Si es que me hizo gracia o fue que me dio pena. De dónde viene la estupefacción.
El partido de los Maradona fue histórico para el Granada porque para los anales quedará que el más grande de la historia vistió un día su camiseta, pero hay un detalle que confiere a aquel encuentro una trascendencia planetaria. Fue la única vez que el Pelusa saltó a un campo de fútbol sin el 10 a la espalda. Desde que abandonó el semillero de Argentinos Juniors, ese número, que simboliza la perfección, fue siempre tatuado a la espalda de Maradona. Menos aquella tarde.
Se lo cedió a su hermano Lalo, el incipiente ídolo rojiblanco que pronto devino en bluff. Hugo llevó el 8 y Diego escogió el 9. Por la megafonía de Los Cármenes, el 'speaker' fue presentando a los jugadores del Granada. «Con el uno, Toni; con el dos, Salva; con el tres, Choya...», la grada gritaba y aplaudía y el asunto iba 'in crescendo' hasta que al llegar al número ocho, el estadio explotó. «Con el ocho, Hugo Maraaadooona; con el nueve, Diego Armando Maraaadooona...».
Los Cármenes transmutó en un manicomio. Los espectadores se hacían cruces con los dedos y se pellizcaban con tanta fuerza que por Doctor Oloriz bajaba un río silencioso de sangre en rojo y blanco vertical. Los presos berreaban desde el patio del penal vecino y las mujeres presentes, que entonces pagaban entrada de niño –cuestión que debería revisar Irene Montero–, abrazaron a sus hijos, que rompieron a llorar cuando por los altavoces sonó el nombre de Lalo, «con el número diez», nuestro Maradona cimarrón y vernáculo. El griterío debió escucharse en las lunas de Saturno.
Entonces sucedió. El 'speaker' esperó y esperó a que el clamor decreciera y dudó, apremiado por un impulso de compasión, si apagar el micrófono en ese momento y dejar que el alboroto se lo tragara todo. Pero no, decidió cumplir su cometido. «Y con el once, Ramón». El nombre flotó por las gradas sin que nadie reparara en él y se desvaneció como el humo de una vela que se apaga. «Qué jodido es ser Ramón», medité destrozado. Y empezó el partido.
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