Okupas
La Carrera ·
Una vez percatado Recesvinto de que no erraba en el sitio, pulsó el colgajo de alambres que antes era timbre, pero no funcionabaAquello no era un orzuelo, era el hematoma resultante del puñetazo en el ojo propinado a Recesvinto por el cabecilla de los okupas instalados en ... la vivienda que su hija mayor tiene en la Manga del Mar Menor; chalecito que la familia habita en vacaciones y por el que pagan hipoteca.
Aunque no nos precipitemos. Primero sepamos cómo sucedió el lance: Animado por su hija, Recesvinto acudió al cordón litoral para aprovechar el veranillo del membrillo que por San Miguel todavía ofrece la ocasión de baños playeros en esos días azul cobalto que regala septiembre.
Pero Recesvinto se topó con que en el domicilio había unas criaturas patibularias que nadie había invitado. La verja de acceso al diminuto jardín estaba forzada y una jauría de chuchos de distinto tamaño le daban la bienvenida gruñendo y luciendo colmillos, no sin antes haber sembrado de zurullos el perímetro de la vivienda, mojones aromáticos que destilaban su sutil fragancia. Recesvinto aplacó como pudo a los perros y a la patulea de críos de moco tendido que los azuzaban, y se acercó cauto a la puerta de la casa, que estaba entreabierta y cuya cerradura mostraba sus tripas y resortes. En el interior de la morada se oía tamareo de personas –o eso parecían aquellos bípedos– que arrastraban muebles y lanzaban enseres al ritmo de un 'chunda-chunda' mefistofélico que rimaba con los ladridos de los canes.
Él pensó al principio que debía haberse equivocado de calle y tuvo en la boca una disculpa. Pero todo le era familiar, aunque impregnado del glamur decorativo de las hordas de Atila. Una vez percatado Recesvinto de que no erraba en el sitio, pulsó el colgajo de alambres que antes era timbre, pero no funcionaba. Fue entonces cuando –llave legítima en ristre- cruzó el zaguán y se dirigió cortés a una de los seres que pululaban por la residencia veraniega de su hija. Uno de aquellos prosélitos de Diógenes lo miró mientras hacía leña una silla y con un gesto de barbilla dirigió a Recesvinto hacia la habitación contigua –lo que antes era el saloncito- señalándole con quien debía hablar si quería comprar farlopa o alguna otra golosina.
En las distintas estancias dominaba el monocultivo de grifa en versión invernadero, eso sí, gestionado con primor por unos tipos tan alternativos como atrabiliarios que de sobra eran ya conocidos en el barrio por su civismo y aseo. Contó el camarada Recesvinto hasta media docena de garañones aderezados con rastas, moños y coletas, amén de otras tantas féminas casi rapadas (la cabeza) y más bien ruchotas; todos perfectos desconocidos que allí estaban haciendo de las suyas sin más freno que el de los instintos y, de paso, convirtiendo en un caos infame lo que hacía poco era dulce hogar.
La cara de Recesvinto tornó en poema, y cuando reunió ánimo para reprochar algo a quien parecía caporal de aquello, recibió el cate del que hablé al inicio. Golpe que fue acompañado de una frase lapidaria: Así están las cosas, es lo que hay y punto.
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