En estos tiempos de soledades y pandemia suelo llamar de vez en cuando a amigas mayores que yo. Creo que el cariño hay que demostrarlo. ... Es ahora cuando las amigas que viven solas más necesitan conversación. Como siempre me gustó estar cerca de los viejos porque me crié feliz cerca de una abuela, presumo de tener amigos de más de 90. Algunos rondan los cien. El tiempo me ha enseñado que el alma, que los sentimientos, envejecen mucho más despacio que el cuerpo. Envejecen mejor. La verdad es que me entiendo de maravilla con mis ancianos.
Por lo general sabemos, más o menos, cual es el carácter, la personalidad, de los amigos. Los hay que son 'don pésimos', siempre mirando el vaso medio vacío. Y de los otros. De los que cuando hablas con ellos te dan un chute de optimismo. No son ni más malos ni más buenos. Solo diferentes. Si fueran malos, no los llamaría amigos. Les llamo así cuando aprueban la asignatura de ser buena gente durante años. Ya han pasado la prueba. Así que de lo que voy a hablar hoy es de eso, de amistad, de la buena gente, y de cómo ellos ven la vida tras el cristal del covid-19. Y nunca mejor dicho lo del cristal, porque los más mayores llevan ya más de un año mirando siempre por la ventana.
Suelo dedicar una tarde que no tenga muy ocupada al teléfono, para ver como siguen unos y otros de los míos. Lo primero diferente en la nueva normalidad puñetera es que ahora nadie tiene prisa para colgar. Ni siquiera las amigas que eran tan callejeras. Las aficionadas a las tiendas, que antes siempre estaban en el Corte Inglés. Es que el día es muy largo, y las distracciones todavía limitadas. A más edad, más les cuesta soltar el teléfono. Así que nos da tiempo para filosofar sobre lo humano y lo divino, y para quejarnos de los políticos. Eso nunca falla y todas coinciden en lo mismo. Resulta ya un tema aburrido. Cosa bien diferente es el tono de la conversación.
Algunos amigos, los más, están pesimistas, irritados. A veces se ha desarrollado en ellos un punto peligroso que les desliza hacia depresión incipiente. No ven horizonte. Desde luego no creen en esa 'nueva normalidad' que nos puso los pelos de punta cuando la pronunció algún político el pasado año. Intuíamos que nos gustaba la normalidad de siempre, y que la otra era sospechosa. Que había gato encerrado, o murciélago. Es que todavía no sabemos cómo, dónde ni cuándo empezó la pesadilla en China. Yo creo que viniendo esto de un país comunista no lo vamos a saber nunca. Así que mis amigos del vaso medio vacío no ven más que pangolines. Mi rato de charla consiste en animarles, y disimular, porque servidora tiene también días de bajón y cuesta decir que es blanco lo que pinta negro. Como eso de que en verano llega casi en la normalidad, como dijo el presidente. Se refería a 'su normalidad', claro. La que permitió en Semana Santa a los extranjeros volar a España a emborracharse y liarla bien gorda en los madriles, esparciendo virus, y a los españoles nos prohibieron visitar a los nietos un finde, con mascarilla puesta, aunque estaban a un paso. Esto no es un país serio. Pero a mi amiga la pesimista se lo endulzo, porque bastante tiene la pobre.
Luego busco otra llamada, a ver si me anima alguien a mí. Entonces llamo a mi amiga más mayor, que lleva sin salir desde marzo a la calle, que no ha vuelto a ver a los nietos ni biznietos hasta que la han vacunado, y que se apaña sola en casa con una asistenta que va dos veces a la semana. Cocina todo, me cuenta en microondas, pero dice que está divinamente alimentada; que si algún día no le queda tiempo para lo que ella llama guisar, se toma un potito de farmacia y así ni tiene platos sucios ni hace malas digestiones ni se quema en la cocina. Ella es feliz a tope porque su casa está llena de libros, papeles, recuerdos, que cambia a diario de sitio, y así, como Aracne tejiendo, nunca acaba de ordenar papeles ni se aburre. Y le dan las dos de la mañana trajinando, y apenas pone la tele, porque lo que echan por ahí son chorradas, dice ella. Mejor pone la radio, aunque para lo que hay que oír. Y va y me dice que pese a la vacuna, pero como está a gusto en casa y no saca tiempo, mejor sigue así, que prisa de calle no tiene, y la misa la escucha por la radio. Es cristiana, y noto que eso le ayuda. Pues bendito sea el Señor, digo yo, que no soy como ella. Acaba dándome alguna receta suya de microondas. Después de una hora con ella ya se me han quitado las penas. Y así, más tranquila, llamo a otra, que resulta ser hipocondríaca total, y se pasa el día con el termómetro en la boca y mirándose la ojeras. Y yo le digo que como se puede quejar tanto si no le falta de nada, porque hasta tiene chalet donde desfogar del encierro. Pero ella erre que erre con lo mal que nos va a ir, y lo terrible de la nueva normalidad. Y los parados, y los violadores, los inmigrantes y los ladrones. Y lo de hacienda.Y cuando cuelgo me dan ganas de pegarme un tiro. Pero la quiero, y la llamo. Porque no puede ser de otra manera la pobre.
Antes de cenar, la última llamada que hago es para otra de las que ven la vida detrás del cristal rosa, para recuperarme. Y va y me cuenta con pelos y señales el paseo que se dio por la plaza de en frente. Una gozada. Y como lleva meses preparando la maleta para cuando toque irse a Alicante, y que se piensa comprar, a los 87, otro bañador, que debe de tener cientos, para presumir como cada verano, que siempre me manda desde allí las fotos posando, y tomar aperitivos con su pandilla todas cercanas a los 90. Y no me habla nada del bicho, ni de política. Esta no es muy religiosa, ni le hace falta la misa para ser feliz. Es que nació así, con la alegría puesta; y se echa novios y todo, y se gasta toda la buena pensión en su cuerpo serrano, y cuando se harta de los novios les da puerta. Y no se vuelve a acordar del susodicho. Aunque la realidad es que tiene un montón de problemas de salud encima y vive sola. Pero no se le nota.
En fin, que no creo haya normalidad como antes en mucho tiempo. Pero lo que si hay es nueva felicidad, que es la que llevan de serie algunas de mis amigas, que consiste en disfrutar a tope cada minuto. Porque les da la gana. Lo que si me queda claro es que ver noticiarios es directamente proporcional a ser desgraciado. Y que vivir junto a un don pésimo, acorta mucho la existencia. O sea. Usted elige.
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