Cuando se necesita héroes
No deseaba contribuir a la inflación simbólica en la que nos hallamos instalados desde hace ya demasiado tiempo, síntoma de una especie de delirio colectivo
josé maría agüera lorente
Sábado, 17 de octubre 2020, 23:05
Nunca creí en los aplausos de las ocho de cada tarde. Procuraba soslayar el momento ocupándome con cualquier cosa. Siempre es difícil apartarse de la ... conducta entusiasta del grupo, máxime en momentos difíciles para la comunidad en los que lo habitual es entregarse a los gestos dramáticos y al cultivo del simbolismo más exacerbado.
Se supone que aplaudíamos a nuestros héroes, a los que estaban «en primera línea combatiendo el coronavirus». Dramatismo de connotaciones bélicas que yo era incapaz de hacer mío. No podía evitar percibir ese acto comunitario repetido tarde tras tarde como el gesto de un monumental cinismo.
Un par de semanas antes de la declaración del Estado de Alarma se convocó una concentración en defensa de la sanidad pública, desde hace más de una década en proceso de merma creciente de recursos. Esos 'héroes' a los que aplaudíamos en plena crisis epidémica ya hace tiempo que llevaban trabajando en condiciones de deterioro continuado, sometidos a una penuria lamentable y tratados laboralmente como cualquier trabajador precario. En aquella concentración a la que asistí se juntaron apenas un par de cientos de personas.
Yo no quería aplaudir las tardes del confinamiento porque no deseaba contribuir a la inflación simbólica en la que nos hallamos instalados desde hace ya demasiado tiempo, síntoma de una especie de delirio colectivo que nos aleja más y más de la realidad y nos impide actuar de manera verdaderamente transformadora sobre ella. Prueba de esta neurosis social es que nada ha mejorado esencialmente en nuestro sistema sanitario público. Y sus 'héroes' siguen solos. La ciudadanía ni siquiera se toma la molestia de aplaudir ahora.
La idea del héroe es de naturaleza mítica. Es un ser anómalo por genealogía y por traspasar en capacidad los límites de la naturaleza humana. Su existencia cobra sentido merced a la realización de proezas. En ello hay un coqueteo con la muerte, un ponerse en riesgo. Es muy común en los mitos clásicos que el final del héroe sea trágico, violento, en combate; responden a este arquetipo las figuras de Héctor y Aquiles en la Ilíada. La muerte, en cualquier caso, magnifica la condición sobrehumana del héroe, próxima a la gloria divina.
Actualmente, en las sociedades más secularizadas, y máxime en la coyuntura presente de pandemia, la figura del héroe aparece estrechamente ligada a las situaciones de crisis. El héroe es el salvador, cuando las infraestructuras del cuidado colapsan. Es lo que ocurrió durante el tiempo de los aplausos en los balcones. En ese sentido el héroe pierde toda su aura épica para revelarse como el síntoma de un fracaso. El fracaso de una sociedad que no ha sabido procurar las condiciones y elementos con los que responder a las necesidades vitales de sus integrantes. Un Estado que funciona no necesita héroes, pues cuenta con funcionarios trabajando eficientemente en instituciones diseñadas de manera inteligente para posibilitar que cada individuo pueda actuar en pos de la realización de su ideal de vida buena.
El funcionario es lo opuesto al héroe. En su actividad no hay rastro ninguno del brillo épico; es más, diríase que es su antítesis. Mientras que el héroe aparece cuando irrumpe la crisis, el funcionario gestiona la normalidad. Su trabajo pasa inadvertido sujeto como está a la normatividad marcada institucionalmente. Es una figura siempre gris y anónima que sólo justifica la realización de un servicio público, componente esencial del capital social en el que la comunidad invierte a la vez que obtiene de él unos mínimos de bienestar. A mi modo de ver no hay metamorfosis más contranatura que la del funcionario que tiene que hacer de héroe porque la situación ha quebrado las capacidades de gestión de lo público. Mal asunto cuando nuestros próceres piden a los funcionarios que sean héroes y la ciudadanía en su mayoría lo acepta con naturalidad. Así se reconoce la insuficiencia de nuestro capital social, la desconfianza respecto de nuestras instituciones, y se pone toda nuestra esperanza en las arbitrarias voluntades individuales. Si estos se convierten en ingredientes estables de la atmósfera moral de una sociedad, entonces tenemos el mejor ambiente para que prosperen los populismos en el plano político.
Santiago Ramón y Cajal fue uno de esos funcionarios, en este caso de la ciencia, convertido en 'héroe' por mor de las penurias a las que se hallaba abocada la investigación en nuestro país hace algo más de una centuria. Mucho me temo que en esto no podemos sentirnos orgullosos de haber prosperado lo que los retos de nuestro tiempo exigen. Nuestros investigadores y científicos en general están muy lejos de gozar de la normalidad laboral que les permitiría la condición de funcionarios. Es bien sabido que mucho talento formado en nuestra patria se nos va al extranjero porque aquí no encuentra las condiciones de estabilidad y reconocimiento laboral para trabajar en la confianza provechosa de la rutina, con la que la metódica tarea investigadora germina (hay que incluir también a los profesionales sanitarios, pues no son pocos los que emigran).
En su ensayo titulado 'Reglas y consejos sobre investigación científica' de 1899, el premio Nobel de medicina sostenía que los historiadores no tenían que tratar de representar a España como «una nación de héroes, intelectuales y artistas sin parangón». Según él, un relato del pasado basado en el heroísmo con el fin de crear un espíritu nacional era una traición a la verdadera capacidad de los españoles.
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