La muerte de nuestros padres
claudio hernández cueto
Miércoles, 12 de agosto 2020, 22:32
En XL Semanal del pasado 28 de julio y bajo el titulo de 'Los últimos testigos', Arturo Pérez-Reverte, un autor que, a veces, dice ... verdades como puños, y otras fuertes barbaridades, que me cae bien aunque no comparta todo con él, reflexiona sobre la pérdida que realmente supone la muerte de padre o de madre.
Yo los he perdido a ambos. Al primero hace ya años, a mi madre hace tres meses y he leído el texto con interés. Alguna de las frases que ha plasmado me han llamado la atención por su certeza. Por ejemplo: «Cuando los padres olvidan o mueren, con ellos se borra parte de nosotros».
Me ha servido la lectura para reflexionar un poco sobre las pérdidas. La muerte de una padre, de una madre, de un buen amigo, de la pareja amada (no puedo imaginar la de un hijo) deja un espacio inmenso, que crece día a día, cada vez que se les rememora, y que nunca se podrá cerrar. Somos finitos, es algo que todos sabemos y que la mayoría procuramos olvidar para vivir el día a día y poder soportarlo, pero esas muertes –afectivamente tan cercanas– nos lo recuerdan reiteradamente. Y ese agujero que dejan en nuestra existencia, oscuro y helado, provoca una tristeza difícil de describir, aunque todos la conozcamos. Como consecuencia, los que somos padres, hemos de ser conscientes de que también somos parte de la memoria de nuestros hijos, lo que supone la responsabilidad de dejar tras nosotros una buena memoria, con un transmisión adecuada de valores, de ejemplos y de amor.
Hay periodos de la vida en que la muerte carece de sentido, no le prestamos atención. Me refiero a la infancia y la juventud. En ese segunda etapa, aunque tenemos ya la suficiente conciencia y madurez, nuestro poderío biológico impide que ni siquiera lo pensemos, es un absurdo. Sin embargo, con el transcurso de los años se comienza a vislumbrar la profundidad real de esa sima y sus consecuencias. Como afirma también Pérez-Reverte: «Ellos fueron testigos únicos de aspectos de nuestra vida que tal vez nunca nos contaron. Los conservan en su recuerdo, el único lugar posible, y al morir se los llevan, perdiéndose en la nada. Con su muerte empezamos a morir nosotros, a desaparecer lentamente del mundo por el que anduvimos, como una vieja foto que pierda los contornos».
Estoy en la edad en que los padres se van. Lo compruebo, no solo por mi caso personal, sino también por las tragedias similares que mis amigos, compañeros, conocidos, padecen a la vez que yo. Ahora con frecuencia tengo que transmitir mi pesar a alguien por la pérdida de alguno de sus padres. Ante ello todos nos comportamos con entereza, pero en la intimidad de nuestra soledad volvemos a sentirnos como niños pequeños desamparados, entristecidos, llamando a los padres perdidos, hablando con ellos, recordando lo que nos decían y tanto nos molestaba y reconociendo la oportunidad de sus sentencias. Observando con la perspectiva que los años permite confirmar lo estúpidos que somos, sobre todo de este tiempo que es también el mío en el que hemos decidido no prestar la atención debida a nuestros mayores, a su memoria y no darnos cuenta –o hacerlo demasiado tarde– que al perderlos se borra una importantísima porción de nosotros mismos.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión