El otro día me regalaron una brújula, que señala bien el norte magnético terrestre, pero que sin embargo no funciona para señalar el norte de ... la conciencia humana, su sentido moral y ético, para orientar en el conocimiento del bien y del mal, lo que permite a la persona enjuiciar la integridad de nuestra realidad y nuestros actos. Llevamos tiempo viviendo entre grandes e importantes situaciones disruptivas, entre contradicciones políticas, sociales, económicas y anímicas; entre brutales polarizaciones y fanatismos. Y no acabamos de entender cómo el rumbo se está volviendo, con miríada progresión, tan innoble, tan avieso. Parece como si la ética y la moral pertenezcan al terreno de la literatura y de las grandes declaraciones, mientras que las acciones se tiñen de una trilera y desbaratada realidad. No sólo es Putin y su matonismo de turbio sátrapa, sino todos los que beben su misma ponzoña, todos los que agitan la bandera de la intolerancia, los corruptos de tantos modos, los que se alimentan del miedo, la mentira y desinformación sistemática, de la impostura, la segregación, la discriminación y el odio; los que abominan del pensamiento, la argumentación y la cultura.
Nos cuesta asumir que la democracia no es sólo un sistema organizativo sino también un ethos o forma de vida, que nos obliga a imbuirnos de virtudes, que nos sustentan como sistema social. Y aunque ahora frente a la miserable agresión de Putin a Ucrania y a las democracias, aquí y allá afloran los grandes valores del ser humano, no podemos dejar de sentir que nos asola una enfermedad moral. Y es que me acuerdo del primer libro de relatos de Soledad Puértolas que lleva ese título: Una enfermedad moral (Anagrama), un libro que me fascinó y que nos enseña que nada es tan intenso como ese trance en el que como en una epifanía, nos comprendemos a nosotros mismos. Sin embargo no aprendemos, y nos dedicamos a inflamar el pensamiento, o mejor, el sentimiento, algo lejano a lo que pudiera ser una contemplación más reflexiva y pausada de nuestra sociedad.
Tal vez de alguna manera deberíamos volver la mirada a los apólogos, que son cuentos morales en sentido estricto, donde se subrayan los grandes ideales, se exalta el sacrificio o la constancia, asimismo la resistencia y el coraje cívico, el cumplimiento de la ley y se rechaza la injusticia. Y siempre tienen una moraleja, un sentido. Simbolizan esa capacidad de entender, considerar, o juzgar algo. Porque frente al maniqueísmo actual tan trincherista, la duda, pararse a intentar entender las razones del otro, asomarse a quien sabemos siente distinto o piensa diferente, es lo que de verdad hace avanzar las sociedades. Recuerdo ahora a Cicerón cuando dice que la sola idea de que una cosa cruel, desalmada, perversa, pueda ser útil es ya de por sí inmoral. Necesitamos generar sinergias que nos movilicen como individuos y como colectividad para hacer que nuestra sociedad sea reconocida por su correcto actuar; cuyos principios y valores sean la ética y la responsabilidad social. La situación que vivimos invita a hablar, cada vez más, de valores y de ética. Necesitamos sentir que los mayores bienes conquistados por el ser humano no se derrumban bajo el síndrome de la perversión.
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