Memoria y deseo del contagio
Apenas tenemos memoria en Granada de la peste de 1679, la fiebre amarilla de 1804, o de las oleadas de cólera en 1833 y 1855, así como tampoco de la gripe de 1918
miguel gallego
Granada
Sábado, 23 de mayo 2020, 23:38
Aprincipios de febrero Granada estaba plagada –es una metáfora, por Dios– de turistas chinos. Viajes culturales que coincidían con sus vacaciones de año nuevo que, ... este año 2020 –año de la rata, mire usted por dónde–, cayó el 25 de enero. Mi apartamento está en pleno centro histórico de la ciudad, de modo que cuando salía del portal del edificio me topaba con ríos de turistas chinos siguiendo la banderita de un guía que los conduciría a las maravillas de Al-Andalus en la Alhambra, a las callejuelas moriscas del Albaicín o la ciudad levítica y cristiana. Demasiada densidad histórica en un par de kilómetros cuadrados. Este año los turistas chinos también se agolpaban en las farmacias de Granada para aprovisionarse de mascarillas. Esas mascarillas que durante semanas aquí ha sido imposible encontrar y que, 'c'est la vie', el gobierno español y los diversos gobiernos autonómicos han tenido que comprar a fabricantes chinos.
Granada tiene bien presente la memoria de todas sus guerras: desde la conquista de la ciudad por los Reyes Católicos o la guerra contra los moriscos que narró Diego Hurtado de Mendoza, a la brutal represión franquista que acabó con la vida de García Lorca, junto a otros tantos miles de granadinos. Sin embargo, no hay memoria en Granada de los diversos contagios y epidemias que ha vivido. Una guerra la causan hombres y es, por tanto, recuerdo humano y político. Un contagio es causado por un pequeño organismo, eso que los antiguos llamaban miasmas, y es, por tanto, recuerdo médico y científico. Los cambios sociales, económicos, culturales o sexuales provocados por una guerra están inscritos a fuego en nuestro imaginario. Nos acordamos de 1918 porque ese año acabó la Primera Guerra Mundial, pero olvidamos que ese mismo año murieron cerca de cuarenta millones de personas por la «gripe española», así llamada porque España no participó en la guerra y, por tanto, no censuraba la información sobre la devastadora expansión de la epidemia.
Apenas tenemos memoria en Granada de la peste de 1679, la fiebre amarilla de 1804, o de las oleadas de cólera en 1833 y 1855, así como tampoco de la gripe de 1918. La Granada musulmana fue un ejemplo de higiene y cierta inmunidad frente a las pestes medievales. El reino nazarí, heredero de gentes del desierto, rendía culto al agua y la limpieza. Precisamente un granadino del siglo XIV, el poeta y médico Ibn al-Jatib, es el autor de uno de los primeros tratados occidentales sobre la peste. Desde entonces el confinamiento en las casas y el aislamiento de los contagiados en lazaretos es la primera regla en la lucha contra todo contagio.
Estos días he paseado por una Granada fantasmal. Una ciudad muerta. No la que quisiera Ángel Ganivet, el suicida del 98, en su libro Granada la bella. Sino una ciudad metafísica, de posguerra dominical. Solo recordaba algo así en un paseo de mi infancia durante un mediodía tórrido de un mes de agosto, vivía Franco todavía. El silencio y el agua, y esas callejuelas de la ciudad levítica que Le Corbusier detestaría. Yo y Granada, como en ese paseo infantil, como en esos versos del poeta Javier Egea en su libro Paseo de los tristes: «Después miré a la calle / y era la misma puerta para todos: / la vida no existía».
Desde aquellos últimos días de marzo, en que todavía era posible tomarse unos vinos en un bar en plena efervescencia, parece haber pasado una vida. Una vida de puertas adentro oyendo disparates y despropósitos que alimentaban un guerracivilismo repugnante y aburrido que, todavía hoy inexplicablemente, consigue votos en uno y otro lado. Siempre podía refugiarme en el silencio y la cultura, esos lujos baratos que llenan todo vacío y pone cada cosa en su sitio. Y por supuesto, el humor, que al final de todo es lo único real cuando tienes la suerte de no estar tocado por la desgracia.
No dudo de que el gobierno esté haciendo lo que puede y sabe. Tampoco dudo de que pudo y podría hacerlo mejor. Siempre es así con los contagios, epidemias y pandemias. Pero me preocupa mucho eso llamado «nueva normalidad». De entrada, me preocupa en sí esa expresión: quiénes la han acuñado, por qué la han acuñado. En España estamos ahora aferrados a la demarcación provincial que estableció en 1822 don Javier de Burgos. Un amigo me dice que seguramente tiene ver con las autoridades locales, con quien tiene jurisdicción en un territorio. Es cierto, en España tenemos delegados y subdelegados del gobierno, delegados y subdelegados de gobiernos autónomos, consejeros y subconsejeros de delegaciones estatales y autonómicas, diputaciones y mancomunidades, alcaldes, delegados de consejeros delegados, consejeros áulicos y consejeros de confianza que viajan con maletines a Suiza. En Italia los sociólogos, psicólogos, lingüistas y lexicólogos, catedráticos de metafísica y antropólogos, llevan una semana concretando los conceptos «congiunti» y «fidanzati e affeti stabili» (algo así como parientes, novios y ¿cariños, relaciones? estables) como objetos de una posible visita en la fase 2. Estas normas constituirán eso que han llamado «nueva normalidad» y ante la que tendremos que estar atentos.
A finales de febrero viajé al norte de Italia. Al llegar al aeropuerto de Milán una mujer vestida como una enfermera en un quirófano me tomó la temperatura con una especie de pistola: apenas un segundo sobre mi frente y adelante. Temperatura correcta. Comprendí que acababa de llegar al futuro. La obsesión de la seguridad había cambiado de orientación: ya no era el terrorismo la amenaza, ahora era un microorganismo, una miasma. Al principio del confinamiento leí mucho sobre lo que nos estaba pasando: muchas obviedades, el omnipresente Žižek que ya ha publicado un bestseller sobre el asunto, muchas más cosas interesantes en los breves textos que Giorgio Agamben vine publicando casi clandestinamente, una antología urgente de textos titulada La sopa de Wuhan –poca cosa rescatable–, las muy oportunas reflexiones de Markus Gabriel. Opiniones infinitas, apocalipsis cotidianos. Al principio pensé que estábamos ante una oportunidad histórica, más que histórica, una oportunidad de la especie para corregir un normalidad atrofiada y fea que había convertido a la acumulación de capital y el continuo movimiento en su única razón de ser. Hoy pienso que cambiarán algunas cosas, pero sobre todo las que tienen que ver con la normalidad de los individuos, no las de fondo. Hemos llegado en dos meses a la «nueva normalidad», a la mascarilla obligatoria. Ojalá todo vaya más allá de los hábitos de comportamiento de los individuos y se transformen cosas de más calado para vivir no por vivir, sino porque vivir merezca la pena.
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