Una media de once personas al día
Abogar por la salud mental no consiste en celebrar cada 10 de septiembre el día mundial correspondiente, acercarse al stand del Teléfono de la Esperanza o suscribir el lema que ese año toque. Es dotar a estos servicios sanitarios de más personal y recursos
La noticia se supo a finales de noviembre pasado, pero se refiere a 2020. España registró la mayor cifra de suicidios de su historia. Casi ... 4.000 personas, (un total de 3.941) se quitaron la vida, lo que dividido entre 365, supone una media de once al día. El suicidio es la principal causa de muerte 'no natural' en nuestro país y para la OMS el asunto constituye un problema de salud pública «grave» hasta el punto que esta organización mundial había fijado que, precisamente en 2020, todos los estados miembros tenían que reducir en un 10% dicha tasa (resulta paradójico que, por el contrario, haya aumentado un 8%). Igual de escalofriante aparece el dato referido a tentativas de suicidio que, en la población infantil-adolescente-juvenil aumentó en el periodo un 250%.
Todos intuimos, conocemos o suponemos las causas y, aunque según la fundación que realizara el estudio (y según un buen número de expertos), una de las razones principales de este crecimiento exponencial en 2020 tenga que ver con problemas provocados por la pandemia, algo mal estaremos haciendo como sociedad para que haya tanta enfermedad mental, tanta patología afectiva, tanto sufrimiento personal. Habría que reflexionar mucho sobre esos jóvenes que deciden tirar por 'la calle de enmedio' porque no ven salida. Al dolor vivido para los que decidieron irse se suma una cadena de daños encadenados para los que se quedan: el duelo por un final 'no natural' arranca demasiadas culpas, tristezas, estigmas y traumas y es un sufrimiento que suele quedar para siempre.
Debiéramos quedar perplejos, pero no parece que conmueva lo suficiente esto de que once personas al día se busquen las vueltas para mudarse de barrio.
Si la cosa nos toca lejos, lamentamos lo sucedido y compadecemos a la familia al tiempo que atendemos al suceso, preguntamos el detalle explícito de si se tiró por la azotea o se atizó un bote de pastillas. Queremos saber la edad: «era demasiado joven» y, casi siempre, nos interesan las razones de tal conducta: «parece que estaba deprimido»; «andaba desahuciado hace años» o «siempre actuó raro». Nos sobrecoge saber que dejó una carta, tuvo una agonía larga o fue algo inesperado. Al final, como por norma general en estos casos, aceptamos que «son cosas de la enfermedad mental» o «ha pasado a mejor vida» para intentar olvidar el deceso.
Si algo hay presente en consultas médicas, son enfermedades tan comunes como depresión y ansiedad, dos trastornos que, cuando son tratados, pueden devolver las cosas a su sitio
Los medios no se hacen eco, probablemente en aras de códigos deontológicos de una profesión que, por responsabilidad social, en cumplimiento del derecho a la intimidad, para prevenir nuevos casos, para evitar el 'efecto imitación' y por otras tantas razones, cumple escrupulosas pautas y guarda silencio. Así, de un modo u otro y por razones casi siempre bien fundadas, la sociedad queda al margen a pesar de lo conmovedor de las cifras, de lo inhumano de estas muertes no-naturales o de ese doscientos cincuenta por cien de tentativas o intentonas en adolescentes.
Pero mientras hay once al día que despiden a los suyos sin avisar, los recursos destinados a prevención no parecen prioritarios (al menos si los comparamos con otras inversiones) y –según apuntan amigos del sector–, la salud mental es una de las cenicientas de nuestro sistema sanitario, un sistema excelente en calidad e insuficiente en cantidad (cantidad de personas, de tiempo y de medios; pero esta es otra harina y es de otro costal).
Quizás el tema no resulte tan prioritario porque parezca inevitable o difícil de prever. Pero, abogar por la salud mental no consiste en celebrar cada 10 de septiembre el día mundial correspondiente, visitar el stand del Teléfono de la Esperanza o suscribir el lema que ese año toque. Es dotar a estos servicios sanitarios de más personal y recursos e impulsar campañas. Porque, si algo hay presente en consultas médicas, son enfermedades tan comunes como depresión o ansiedad, dos trastornos como tantos otros que, cuando son tratados, pueden devolver las cosas a su sitio y prevenir males mayores.
Y en paralelo a lo curativo nos falta educación emocional, educación en las aulas. Con su carga lectiva, sus docentes preparados y su programa. Al igual que existe formación musical, lingüística o matemática y todos ellas resultan lenguajes necesarios para la vida, de igual modo, cada vez urge mas acercar a los jóvenes de este mundo globalizado e individualista, esos códigos universales para una sociedad más humana.
Llevar lo emocional a las aulas no es un tema snob ni una pérdida de tiempo, como se pueda pensar. La sociedad en que vivimos es muy diversa y, en ella caben menores de familias desestructuradas, adolescentes con fracasos personales y determinados entornos a los que lo emocional les queda un poco a desmano.
Hay quien solo una vez en la vida, (solo en el cole o solo a algunos de sus profes), escuchará hablar de superación, de gestionar conflictos, de la importancia de colaborar o de determinados valores necesarios. Es obvio que no todos los hogares están preparados de igual modo para atender situaciones de vulnerabilidad ni prevenir su aparición; como es obvio que también en hogares llamemos 'normalizados' viven jóvenes con dificultades, niños con problemas de auto-aceptación; hay anorexias, desorientaciones vitales o víctimas silenciosas de buylling.
Pero en esto como en aquello también haría falta reordenar los recursos, ofrecer herramientas a los maestros, entrenarles para detectar alarmas, hablar en clase de las múltiples caras del acoso, de las dificultades que tiene la vida y de las herramientas con la que contamos para hacer frente a la adversidad. Es importante trazar una hoja de ruta que haga de los centros educativos entornos donde el bienestar humano, la comprensión hacia el otro y la inclusión verdadera sean una materia más.
Si a sanitarios y educadores corresponde una parte muy decisiva en el asunto (y por ende al sector político), la carga mayor al respecto debiera corresponder a los hogares y las familias, pero ya se ha dicho, la harina es de otro costal, un inmenso y complejo costal. Por su parte, a amigos, allegados o vecinos también nos toca una pieza del puzzle: casi todos hemos conocido personas que se han desestabilizado o andan en cuerdas flojas por azares de la vida. En ciertos casos podríamos implicarnos hasta donde la razón nos lleve, que suele ser de modo indirecto y sutil: consultando a un experto o derivando a otra persona o recurso.
Decía el psiquiatra Viktor Frankl, que lo que importa no es el sentido de la vida en términos generales, sino «el significado concreto de la vida de cada individuo en un momento dado».
Queda claro: lo que provoca esas falsas salidas cuando faltan salidas es siempre lo personal, lo que toca a cada cual, el llanto inconsolable propio, la huida interior o la sinrazón espantosa de un momento o una época. Nadie se tira por un balcón por el cambio climático o la extinción de una especie tropical, y casi nadie está exento de eso que llamamos sufrir.
Que una media de once al día tomen esa vereda podría abrir un debate filosófico de grandes conceptos, pero la cifra no apela a lo teórico sino a lo concreto: habla de los porqués de gente con cara y del sinsentido que la vida supone para ellos. Y habla de una prevención que sólo es posible ordenando los recursos hacia lo que de verdad importa, que es la vida, la vida de cada individuo. De once personas al día en 2020.
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