El último gorrilla
Los aparcacoches ilegales han emprendido un declive que acabará llevándolos a la desaparición
Manuel Pedreira Romero
Sábado, 12 de abril 2025, 00:23
Es enfilar la calle complicada y sonar en mi cabeza, si es que no braman por su cuenta los altavoces del coche, la primera estrofa ... de la copla de La Unión «¿dónde estabais, dónde estabais en los malos tiempos?». ¿Dónde están los gorrillas cuando más los necesito? ¿Es un oficio extinguido con merecimiento o debe ser protegido como los talabarteros o los vendedores de cintas VHS? ¿Son una extorsionadores, la camorra del aparcamiento, o pobres diablos que se ganan unas perrillas sin hacer daño a nadie?
No es sencillo tener una opinión rotunda sobre el particular y uno no es como esos opinadores profesionales que hacen de la rotundidad virtud. La del gorrilla es una tarea en decadencia según publicamos por aquí el otro día. Suscita tanto recelo como una suerte de agradecimiento cuando en la marabunta de las calles ves a lo lejos un brazo moviéndose con soltura y eficacia como si estuviese ayudando a aterrizar un Jumbo en el aeropuerto de Gibraltar. En esos casos, quien reclama tu atención no es un marshall, es un gorrilla que ya ni se molesta en indicarte las maniobras para aparcar porque el gorrilla lo llevamos de serie en el coche en forma de pi, pi, pi y de cámaras que te muestran hasta el estado de la tapa del delco. Cuando sales del coche ya es otra cosa. Entonces despliega su repertorio interpretativo. Da las buenas tardes o lo que corresponda y en un alarde de estrabismo digno del mejor Fernando Trueba, con un ojo calibra tus manos y el tamaño de la moneda que vas a darle y con el otro mantiene activo el escáner para detectar nuevos huecos y potenciales clientes. Con su monedica en la mano y sin expedir la pertinente factura te deja atrás y sigue a lo suyo.
Amontono todas estas obviedades en presente pero los datos no se antojan tan optimistas para el futuro del sector. Casi sería más conveniente hablar de ellos en pasado como si fuesen Susana Díaz o Albert Rivera. Los aparcacoches ilegales, con gorrilla o sin ella, han emprendido un declive que acabará llevándolos a la desaparición. Si acaso quedará alguno pero como un exotismo para que los turistas, o el personal que viene del pueblo a visitar a un familiar al hospital, se haga un selfie.
El año pasado se impusieron 125 multas por esta actividad y hace diez años los denunciados pasaron del millar. Las cifras cantan y espantan una figura que, como la del limpiabotas o la cigarrera, apelan a un costumbrismo del que no hay que avergonzarse. Leo lo escrito hasta ahora y aprecio un ligero tufo conmiserativo hacia el último gorrilla y no sé a qué obedece. ¿Quién sabe? Quizás es que puede acabar siendo yo.
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