Pimiento rojo en juliana
Mi existencia depende de unas seiscientas contraseñas con las que me abro paso en la vida digital
Manuel Pedreira Romero
Sábado, 3 de mayo 2025, 00:27
Hubo un tiempo, desgraciadamente abolido, en el que las contraseñas eran numéricas y de cuatro dígitos. Incluso hubo otro tiempo, aún anterior, en el que ... no existían. Si acaso lo más parecido era el santo y seña, materia exclusiva de espías o amantes apurados. Pero eso fue hace mucho, cuando todavía vivían los dinosaurios y Ábalos era el compadrito de Pedro.
Regresemos a las contraseñas. Una inteligencia media, como la que socorre a algunos de nuestros ministros, bastaba para no elegir la fecha de nacimiento como pin para la tarjeta de crédito, que fue una de las primeras claves que tuvimos que memorizar. Poco después comenzó el infierno.
Resulta tan socorrido como manoseado en estos días acudir a la célebre cita del nobel peruano y parafrasear a Zavalita para preguntarnos en qué momento decidieron jodernos la vida con las contraseñas. No es esta la semana más propicia para teorizar sobre los innegables avances de la tecnología y acerca de los peajes que pagamos por ello, pero sucede que el pasado jueves se celebró el Día Mundial de las Contraseñas (agárrate a la brocha que me llevo la escalera) y me ha dado por pensar, con un odio lento y perplejo, en ese cáncer que atora y carcome los depósitos de nuestra memoria.
Conservo una capacidad de retentiva decente, diría que superior a la media, que antes destinaba a quehaceres provechosos como almacenar poemas, inicios de novelas o nombres de ciclistas italianos de los años cincuenta. Ahora, esa vieja memoria la ha invadido una amalgama informe de números, letras y símbolos, cada vez más larga, cada vez más intrincada, cada vez más estúpida. O esa es al menos la sensación que me queda cuando tengo que teclearla, a menudo por dos veces, en la pantalla del teléfono con mis dedos llenos de manos.
Grosso modo, mi existencia depende de unas seiscientas contraseñas con las que me abro paso en la vida digital, en el trabajo, en las finanzas, en las relaciones con mis semejantes, en mis aficiones y hasta en mi vida espiritual, si es que tuviera de eso. Solo elegir una clave diferente para cada cosa obliga a un esfuerzo agotador que entra en flagrante (¿o fragante?) contradicción con la promesa de que en este mundo del futuro la vida iba a ser más sencilla que cuando éramos analógicos. Y luego está lo de cambiarlas cada cierto tiempo, una suerte de tortura refinada que remite a una inteligencia pérfida y juguetona.
Los expertos aconsejan contraseñas largas y locas, que sean difíciles de adivinar y todavía más de memorizar. Mezclar mayúsculas, minúsculas, números y símbolos. Se quedan cortos. Yo añadiría un pimiento rojo cortado en juliana, sal del himalaya y un tornillo de 4mm con cabeza torx y rosca métrica. La olvidaré según la escriba. Me rindo.
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