Dormir en voz baja
Salimos de la cueva donde pintábamos bisontes con los dedos y ese día empezó a malograrse todo
Manuel Pedreira Romero
Viernes, 17 de enero 2025, 23:30
Ese deseo noble y hacendoso de disponer de una vivienda propia se compadece mal con todas esas veces en las que darías con gusto el ... doble de lo que te queda de hipoteca por encontrar un lugar amplio y espacioso donde pasar el rato, a condición de que distara en más de cien kilómetros de tu casa.
Es la semana de la vivienda y todo me suena a música de verbena, machacona, ruidosa, intrascendente, prescindible. Es la semana de la vivienda como otras lo fueron de la amnistía, del CGPJ, de la boda de Tamara Falcó, de Broncano o de Leonor en el barco. Iba a añadir que también ha habido semanas de Juana Rivas pero su caso va por temporadas y estamos en plena ebullición de la segunda, así que no se pierdan ningún capítulo.
La vida adulta no es otra cosa que una larga, lenta y costosa búsqueda de un techo propio bajo el que dormir aunque sea para pasar las noches asfixiado por la amenaza de un desahucio. Nos empeñamos en volver a casa con lo bien que se está en los bares y el día menos pensado te das cuenta de que te gustaría soñar que te queda una asignatura para aprobar el bachillerato y no doscientas cuotas para cancelar la hipoteca. Los grandes partidos se acaban de dar cuenta de que los pisos llevan costando un dineral desde que el campo se vino a la ciudad hace setenta años.
Los problemas para acceder a una vivienda, ya sea en alquiler o en propiedad, son muy viejos. Más que el hilo negro. Ya nos los mostró con maestría el irrepetible Rafael Azcona cuando empujó a López Vázquez a casarse con una anciana para heredar el alquiler de un pisito, o cuando sugirió a Pepe Isbert que la mejor idea para que su yerno consiguiera un techo era que le sucediese como verdugo. Y todo por la casa, que puede ser un refugio o un infierno, y pienso en las mujeres asesinadas entre sus cuatro paredes, el «hogar triste hogar» del flaco, pero también el caparazón donde se cocinan a fuego lento las ilusiones de una familia, la secreta felicidad de la rutina, el lento pasar de los días en un lugar reconocible que nos saluda al paso sin abrir la boca.
Salimos de la cueva donde pintábamos bisontes con los dedos y ese día empezó a malograrse todo. Una vivienda, una casa con piscina, una solución habitacional, un grandioso palacio de tres habitaciones donde llegar todas las noches con el único deseo de irse a dormir en voz baja, un apartamento, en fin, donde esperar a que Shirley MacLaine siga caminando para que nosotros podamos encontrar sus huellas marcadas en la arena. No pedimos tanto.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.