Turistas felices
Nuestra capacidad de generar ilusiones, creciente, nos pone el mundo al alcance, sean las islas Mauricio, Mongolia, Benidorm, Sierra Nevada o los templos mayas
Por alguna convención que se ha generalizado, buena parte de la humanidad próspera entiende hoy que el momento cumbre del año es marchar de turista, ... sea de safari, de senderista en el Círculo Polar Ártico, sea viendo monumentos por ciudades históricas o tostándose en alguna playa mediterránea o canaria, en muchos casos –sobre todo si es inglés/a– hasta parecer a la brasa.
Nuestra capacidad de generar ilusiones, creciente, nos pone el mundo al alcance, sean las islas Mauricio, Mongolia, Benidorm, Sierra Nevada o los templos mayas, con extraordinarias ofertas que nos permiten verlo todo y grabarlo en el móvil en sólo una semana o quince días. Somos cada vez más rápidos, también en el solaz.
Si se mira atentamente –el gesto le delata– lo que más le gustaría al turista es estar en casa, que añora constantemente. No es que lo pase mal en sus agotadoras jornadas, como las que lo llevan a ver Berlín en seis horas, Glasgow y Edimburgo en un día o a tostarse en la playa como San Lorenzo a la parrilla, antes de trasegar inverosímiles mezclas de alcoholes, con frecuencia con la excusa de que es más barato que el de casa.
El turista sabe que su obligación es sentirse feliz y no suele fallar, siquiera para amortizar el gasto: hace selfis y fotos repetitivas, que es una de las manifestaciones actuales de la felicidad. No sólo eso: envía inmediatamente la foto a sus colegas, que quizá hacen lo mismo en Magaluf, Machu Picchu o en un pueblo de las Ardenas.
En esta necesidad perentoria de ponerse en contacto con su gente se nota que mentalmente el turista sigue en casa. Toma sol para epatar luego a los amigos/as, bebe con el mismo entusiasmo que en su ciudad, aunque compara la cerveza y en general prefiere la de siempre, si es vasco o así se desespera porque no encuentra pinchos ni suficientes bares para hacer la ronda, el granadino echa de menos las tapas, que no las hay o no se pueden comparar con las nuestras.
El turismo actual se ha convertido en un viaje introspectivo para valorar de forma encomiástica lo que tenemos cada día.
En las comparaciones, curiosamente siempre salimos ganando. Como es notorio, al español le gusta despotricar de España, pero basta que se convierta en turista para que se invierta su perspectiva: en Francia no saben comer, los ingleses no saben beber, los italianos son gente simpática pero desmesurada, qué pereza los alemanes tan serios, de los americanos mejor ni hablar…
En el relato tradicional, cuando se terminaba el viaje turístico, la desolación hacía presa en el viajero, que, según la literatura, echaba ya de menos la mezquita de Córdoba, las cariátides del Partenón o el bar George de Picadilly.
Ahora no. El turista se anima cuando se acerca el día del regreso, se sube con ilusión al avión que lo devolverá al punto de partida, donde podrá reanudar su vida.
Como en casa, en ningún lado.
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