Optimismo terminal
La versión negra de las cosas tiene más audiencia, por lo que los tertulianos de las televisiones acostumbran a ponerse en lo peor
No se lleva en la vida política y social española el optimismo. Nuestra opinión pública es pesimista incorregible: las noticias llegan cargadas de lecturas negativas ... y las redes sociales las hacen aún más escabrosas o les buscan el aspecto fatal que a primera vista había pasado inadvertido. La versión negra de las cosas tiene más audiencia, por lo que los tertulianos de las televisiones acostumbran a ponerse en lo peor.
De ahí se deriva una contradicción. Por lo común, la barra gubernamental alimenta los cuadros dramáticos, que sugiere que los males vienen de muy lejos y ataca así a las derechas, fachas y demás ralea. El juego de la bipolarización exige difundir escenas tenebrosas, la caverna del dragón para que San Jorge el héroe lo decapite. O Sigfrido, en el mito germánico. ¿Por qué no un Superpedro destripaciclistas en la actualización del siglo XXI?
La contradicción reside en que unos y otros alimentan el pesimismo, y de pronto el gobierno quiere realzar su posición vertiendo baldes de optimismo. Se presentan como los grandes adalides, como una mágica poción de 3 en 1. Todo saldrá bien, gracias a ellos, eso dicen. Queda raro, habida cuenta de que tales sujetos dan una imagen pacata, de gente poco versada, sólo duchos en despotricar. Cuesta imaginarnos que consigan sacarnos de esta. No tenemos armas nucleares, como parecía añorar el presidente para arreglar en un plis plas los problemas palestinos.
El optimismo oportunista apenas hace mella en el pesimismo a raudales que coagula nuestra vida pública. En medio del discurso fatal predominante, suena a impostura y propaganda, igual que cuando el gobierno promete aluviones de dinero tras un terremoto, volcán, incendios, inundaciones y demás desastres naturales. El escepticismo es general.
Cuesta creer que el futuro será mejor que el presente, si lo tiene que traer esta pandilla para quienes la política consiste en arremeter inmediata y sectariamente contra el contrario. Apenas habían empezado los incendios y los gobernantes de los distintos gobiernos ya empezaban a acusar a los contrarios de dejadez, torpeza e imprevisión.
La política se concibe literalmente como un campo de batalla. Es lo que impide ser optimistas, que requeriría colaboración y no confrontación. Aquí la colaboración no existe o está mal vista. Sólo se la nombra para reprochar al contrario que no la practique.
El optimismo suele basarse en la idea de que, pese a las diferencias, todos compartimos similares deseos de un futuro mejor. Pues bien: esa eventualidad está negada por la política española, pues su piedra cenital es negar la legitimidad del contrario.
El futuro se concibe sectariamente y cuando el gobierno decide lanzarnos sus cataratas de optimismo quiere monopolizarlo, no compartirlo. El fracaso del optimismo en España resulta fatal. Los optimismos compartidos ayudan a mantener la confianza, posibilidad que nos es negada.
Al menos, no han llevado la vuelta a España por mitad de los incendios ni estos a las carreteras por las que tenían que correr. Quizás esto justifique una dosis de optimismo terminal.
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