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Estos días –el ocho de mayo en occidente, el nueve en Rusia– se celebra oficialmente el 80º aniversario de la victoria aliada en la segunda ... guerra mundial, el mayor drama humanitario de la historia. Concluyó un periodo brutal, con una mortandad inmensa, de militares y de población civil, y dio comienzo la etapa histórica que vivimos, por mucho que hoy parezcan peligrar las bases sobre las que se creó, o sean despreciadas públicamente.
Asombra que durante las semanas anteriores los líderes nazis –Himmler, Goering, Bormann, Goebbles…– pelearan entre sí por hacerse con los despojos de la herencia de Hitler, como si dejara algo que se pudiera conservar. El fanatismo puede crear ficciones. Afortunadamente, no quedó nada salvo el desprecio.
La victoria sobre el nazismo y el fascismo fue costosísima. Exigió una inmensa contribución en vidas, sobre todo del bando soviético, y la colaboración activa de los aliados occidentales, también con un sacrificio enorme en vidas humanas, además de la movilización de grandes recursos durante cinco años.
Hace ochenta años se creó en el mundo en el que todavía nos reconocemos, con una evolución distinta en los países del este y en los occidentales.
Esta larga etapa histórica tiene ya ocho décadas; pese a algunas tensiones y cuestionamientos, no se ha cerrado aún. Nació de la guerra y del análisis de los problemas que habían llevado a la barbaridad bélica. La democracia, antes un sistema político minoritario y con distintas versiones nacionales, muchas de ellas precarias, se convirtió en el régimen hegemónico, al menos en Europa occidental, con sistemas políticos parangonables, sufragio universal y reconocimiento general de derechos humanos. El fenómeno no se había conocido en ningún periodo anterior.
Quisieron impedir que las históricas rivalidades económicas nacionalistas alentaran los enfrentamientos que estallaron en las guerras mundiales. De ahí que hace ochenta años la libertad de comercio, la superación de fronteras aduaneras y la exención arancelaria se convirtieran en un gran objetivo –promovido por los Estados Unidos, actualmente de forma contradictoria su principal detractor–. El fin de los nacionalismos económicos permitió atisbar, también, un futuro europeo común, con algún tipo de unidad política, en 1945 aún difícil de imaginar pero que ocho décadas después se ha convertido en una realidad que, pese a las críticas permanentes, las tensiones que generan los populismos nacionales y las insuficiencias de la unión –sin una política exterior única, con difíciles perspectivas para la colaboración militar– constituye un patrimonio colectivo que en realidad venimos a considerar irrenunciable. Aunque nada está dado definitivamente.
La particular situación de España hace ochenta años, su dramática posguerra y un régimen dictatorial que nos dejó al margen de estos acontecimientos, explica la distancia con la que aquí se interpreta el final de la guerra mundial. No se cree que la democracia fue un sistema político conquistado, no en un regalo del destino: tampoco la unión europea resulta una iniciativa sobrevenida al azar. Tiende a pensarse que todo es fruto de una evolución obligada, sin contexto histórico.
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