La crisis permanente
Siempre hemos vivido en un estado lamentable, es decir, con la conciencia de sufrir una crisis grave, no cualquier crisis sino una profunda, irrespirable y sin salida
Estamos en un estado lamentable, pero no es novedad. Siempre hemos vivido en un estado lamentable, es decir, con la conciencia de sufrir una crisis ... grave, no cualquier crisis sino una profunda, irrespirable y sin salida. Es nuestro estado de conciencia natural.
Es verdad que en la memoria personal y colectiva aparecen momentos más o menos esplendorosos, de prosperidad, pero es una visión a posteriori, un recuerdo quizás objetivo pero que no se corresponde con la vivencia que teníamos entonces.
Un ejemplo: no hay duda de que hacia 2008 empezó una grave crisis económica y que antes hubo un periodo de crecimiento, que hoy suele evocarse como unos años paradisíacos. Sin embargo, no los vivimos así, no éramos entonces tan felices como pensamos ahora. Desde comienzos de siglo vivíamos en un cabreo permanente, bien porque había que defender la Constitución en peligro, bien porque la memoria histórica nos salvaría o nos condenaría. La crispación era el pan nuestro de cada día, a lo que habría que añadir el terrorismo, las angustias que generaba ya el cambio climático, el primer boom de la inmigración y el sentimiento generalizado de que nuestra comunidad autónoma quedaba relegada.
Si echamos la vista atrás, nos encontramos en que hemos vivido siempre con la conciencia de estar al borde del precipicio, en equilibrio inestable, en vísperas del colapso. Buena parte de la población considera hoy que la transición fue un desastre, lleno de vicios y de trampas, pero incluso quienes lo consideramos un periodo notable de nuestras vidas y de la historia de España la recordamos por sus resultados, excelentes, no por cómo se vivió. En los que fueron momentos más brillantes de nuestra vida política abundó angustia, se hablaba del desencanto, que sugería fracaso político de la democracia, por no citar los temores al golpismo.
Luego llegaron más angustias: por la desindustrialización, por el convencimiento de que la entrada en la OTAN nos metía en un mundo militarizado, porque se abría la capa de ozono, por los temores a la energía nuclear después de Chernóbil, porque a finales de siglo estallaban guerras en los Balcanes… Y el terrorismo, siempre terrorismo, que nos confirmaba la miseria de nuestro periodo histórico, con el convencimiento subliminal de que nunca acabaríamos con él.
Siempre hemos estado con la sensación de vivir en medio de una crisis que nos atenazaba socialmente. Incluso los años de crecimiento podían las imágenes de desastres y convulsiones inminentes –planes independentistas, amenazas yihadistas, migraciones descontroladas, contaminación galopante, agotamiento del petróleo, etc.–. La prosperidad la recordamos luego, pero cuando toca parece quedar en un segundo plano, que no aminora nuestra visión de los desastres.
Quizás la diferencia actual es la intensa difusión pública de que esto se hunde por todos los lados, que estamos en una quiebra terminal y que lo tenemos bien merecido, pues viene a ser culpa nuestra. Ojalá nos extingamos, esa es la idea de muchos documentales, tertulianos y discursos victimistas. Aviso: el que la sigue la consigue.
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