El filo y la caricia
Siempre ha habido quienes lanzan palabras como un navajazo, con la paciencia y seguridad de que el filo cortará justo donde más duele.
Manuel Molina
Jaén
Sábado, 27 de septiembre 2025, 22:35
Les propongo un breve ejercicio para adentrase en esta columna. Piensen en qué palabras han sido las más duras que le han dirigido alguna vez ... y después compensen con aquellas que han resultado más gratificantes, más hermosas e inolvidables. Seguimos. En nuestra tierra, donde la vida transcurre acompasada por el olivo y la campana de la iglesia, las palabras tienen tanto peso como el jornal o la cosecha. En un pueblo de Jaén, lo mismo que en la Atenas de Pericles, bastaba una frase para elevar a alguien a los cielos o hundirlo en el fango del descrédito. Siempre ha habido quienes lanzan palabras como un navajazo, con la paciencia y seguridad de que el filo cortará justo donde más duele. Ese mecanismo, frío y calculador, ha existido desde antiguo. Aristóteles lo resumió en su Retórica: «la palabra es causa de grandes males si se usa mal, y de grandes bienes si se usa bien». El que hiere con ella sabe, de antemano, qué resorte del alma ajena se romperá. A nuestro alrededor también tenemos hoy quienes, sin proponérselo, transmiten con su hablar la claridad o la esperanza A esas personas les brota la bondad en las sílabas como al manantial le brota el agua. Son los que dicen una verdad con ternura sin medir cada palabra, pero sembrando optimismo como quien lanza a la tierra trigo, que será pan.
Ya Platón, en el Fedro, advertía de que el lenguaje no es inocente porque puede llevarnos hacia la verdad o hundirnos en el engaño. Qué cierto resulta hoy, cuando en un corro del trabajo, en la barra de bar o en una red social que atraviesa mares y océanos, una palabra puede multiplicar sus efectos de manera desmesurada. Un insulto lanzado al aire puede llegar a otro continente de inmediato; pero también un elogio sincero puede iluminar la jornada de alguien, alentarlo. En el Jaén rural, la palabra siempre tuvo valor de juramento. «Lo dicho, dicho está», repetían los mayores, conscientes de que la confianza se labraba no solo en los surcos de la tierra, sino también en los de la lengua. La palabra dada era ley. Cicerón, gran conocedor del arte de hablar, decía que el orador debía persuadir, pero también «consolar los espíritus».
Frente al cálculo frío e hiriente del que busca la grieta ajena, el hablar luminoso de quienes transmiten esperanza resulta aún más valioso. Igual que un mal aceite amarga todo el guiso, una mala palabra envenena la convivencia, funciona como manzana podrida en un cesto de sanas. Y del mismo modo, una palabra desde la bondad, dicha a tiempo, puede reconciliar familias, amistades e incluso puede devolver la armonía y confianza en uno mismo. Tal vez el verdadero progreso consista en elegir bien, si hablamos como quien blande un cuchillo o como quien ofrece agua fresca. Conviene pararnos a elegir con qué voz deseamos habitar el mundo. «Más que en las cosas, está la vida en las palabras», nos decía Antonio Machado.
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