Maletas
La Carrera ·
Tornó vegetativa progresivamente. Al inicio quiso seguir viva pese a precisar todas las ayudas para seguir pareciendo humanaJOSÉ ÁNGEL MARÍN
Martes, 9 de abril 2019, 00:58
Para ese último viaje no necesitaba ir a la peluquería, ni que le echaran el tinte como cuando visitaba parientes en el pueblo de su ... infancia. Hacía años que no se retocaba las canas ni le hacían la permanente pues ella nunca salía del recinto donde aquella enfermedad la tenía confinada. Algunos días de fiesta, si hacía bueno, la sacaban un rato al balcón donde -como ella- también vegetaba alguna planta dentro de un tiesto de barro.
Para este último viaje no necesitaría trepar a una silla para alcanzar la maleta que hibernaba en el altillo del armario y que alguna vez llenó de regalos para volar hasta Cardiff, la ciudad galesa de donde nunca regresó su hijo tras una estancia académica que tanto aprovechó al muchacho, donde puso colofón a su brillante carrera, donde casó y obtuvo empleo y que, dicho sea de paso, atrapó a su retoño para los restos y arrancó de ella cuanto más quería. Con tanta tierra y mar por medio de poco servía estirar el cordón umbilical con videollamadas.
Tras una década postrada no la vestían con otra cosa que pijamas y prendas horrendas que ella nunca se pondría de no ser porque no quedaba otro remedio y hacía tiempo que ya no le importaba nada. Todo le sobraba, incluso la vida. En su fuero interno sabía que ella ya estaba muerta para el mundo. No necesitaba nada de lo que cuento porque de un tiempo a esta parte permanecía inerte, languideciendo irremisiblemente y sin posible cura según los médicos. Con sus más y sus menos ella había sido coqueta en otro momento, pero ahora no era ni su sombra. Semejaba algo parecido a una persona aunque carente de cualquier atributo de los que dan sentido a esa palabra.
No fue un accidente. Tornó vegetativa progresivamente. Al inicio quiso seguir viva pese a precisar todas las ayudas para seguir pareciendo humana. Luego, cuando ninguna extremidad le obedecía, ni masticaba y fueron además de constantes muy enojosos los auxilios, previo al deterioro cognitivo que vio venir, tomó la decisión de tomar la maleta definitiva y dimitir de la existencia.
Antes había fallecido su marido, justo al jubilarse. Se lo llevó un infarto en ese trance cardinal que amortigua el coraje y no atiza ni el hambre. Y así se fue su esposo al otro barrio, cuando todavía no había cobrado la primera paga de pensionista. Su corazón no aguantó la ausencia de horarios, ni la sensación de sentirse libre para cuidarla. A partir de entonces ella empezó con las dificultades para respirar, cuando todavía se valía por sí misma. Pero después de aquel zarpazo también ella dejó de sentir la espontaneidad del estómago y semanas más tarde hizo 'testamento vital', se registró en la base de datos del servicio sanitario y esperó que todo fuera deprisa. No fue así. Pidió ayuda para morir, pero no la encontró porque todavía quedan querubines doctrinarios que consideran la eutanasia una cuestión trivial, claro, así lo cantan desde sus posiciones metafísicas, saludables y beatíficas.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión