Lo he escrito en alguna otra parte, algún otro día sombrío de nuestra historia reciente: cuando gobiernan líderes pendencieros, la paz es solo una tregua ... para discutir los plazos y la forma de volver a aniquilarse en el futuro.
Siempre la misma estupidez, el mismo derroche de vidas, el vicio de la destrucción para ganar un palmo de tierra o un gramo de oro, para corregir el pasado a conveniencia, para enaltecer la escueta figura del líder victorioso que acabará metido en un sarcófago al cabo de pocos años, como acaba todo lo grande y pequeño en esta tierra hecha de polvo y de tiempo.
«La guerra siempre ha estado ahí. Antes de que el hombre existiera, la guerra ya le esperaba», escribe Cormac McCarthy en una de sus novelas. Y quienes más ansiosamente la buscan, o la provocan, son los delincuentes habituales que se encaraman al poder. Cuanto más insignificantes y mediocres, más encumbrados y lunáticos acaban, más envenenados de mesianismo.
Putin, el impasible villano que surgió del frío y de la KGB, no ha conciliado el sueño desde que la Unión Soviética fue arrojada por los vientos del cambio a una letrina de la Historia. Ascendido a la presidencia, ha empleado todas sus energías y toda su astucia malévola en devolver la grandeza a la vieja y opulenta 'madre patria'. Autoproclamado zar, se ha afanado en el engaño y el cinismo político, en airear ofensas nacionales de enemigos inexistentes, en hinchar el pecho con ensueños patrios y, finalmente, despeñar un país entero, o un continente, o un planeta, a sabiendas.
Vladímir Vladimirovich Putin es un ser inquietante, tallado en hielo por fuera y por dentro, al que cuesta más sonreír que bombardear otras naciones. Hierático y calculador, vive en su propio delirio imperial, ajeno a la conciencia y el sentir de un tiempo y mundo nuevos.
En esta era de la comunicación masiva, la propaganda se emplea con la misma eficacia que las bombas. Antes del primer disparo, se esparce el estiércol de la mentira, primera de las armas de todas las guerras. Mientras los militares se ajustan los correajes, los políticos, con sus caudillos a la cabeza, se suben al púlpito para vocear falsos agravios y sucias ambiciones disfrazadas de altos y respetables principios.
Detrás del ondear de banderas y de himnos atronadores, las fronteras solo son trazos humanos en una tierra incesante. Quienes están al otro lado de esa raya, apenas a un paso, tienen nuestra misma sangre circulando por sus venas y son, en lo básico, tan iguales a nosotros como dos gotas de agua.
«¡Qué permeables son las fronteras de los estados humanos! ¡Cuántas nubes las sobrevuelan impunes...!», escribe la nobel polaca Wislawa Szymborska en uno de sus poemas. Los pájaros las ignoran. Las estrellas lo alumbran todo por igual.
Cuando la razón cede el paso a las fantasmagorías, al egoísmo material o político, y se somete a los más negros impulsos, nos convertimos en depredadores, incapaces de discernir lo verdadero y justo, ni de usar los valiosos dones humanos de la palabra y del diálogo para dirimir diferencias o desacuerdos.
Estos días aciagos, me hiere la luz del amanecer y me sobrecoge el silencio de la noche. Las guerras ya nunca están lejos. Ahora, nadie puede cerrar los ojos a su horror. Nadie puede dejar de oír el estruendo de las bombas ni el grito de sus víctimas. Sus llantos se escuchan tan cercanos y dolorosos como el de nuestros hijos.
Nos duele Ucrania. Nos desgarra su tragedia. Nos repugna la despreciable agresión que ha sufrido, y la grosera desfachatez con la que se han violentado las leyes internacionales y los derechos humanos.
El desvarío y la peligrosa insensatez de un individuo, o de unos pocos, nunca van a derrotar a una humanidad deseosa de entendimiento y pacífica convivencia de sus naciones.
Los que hoy sufren en Ucrania cuentan con nuestro aliento solidario para resistir y recuperar cuanto antes la paz y libertad que tan vilmente les han arrebatado.
Quedarse absortos en el triste y aterrador drama de este mundo, siempre incierto y en continuo oleaje, ensombrece el ánimo y debilita la esperanza y la fuerza para superarlo. No podemos sucumbir al desaliento. Hemos de estar plenamente confiados junto a los que nunca claudican, y aferrarnos al coraje y a la inspiración de esa masa silenciosa de naciones e individuos de altos ideales que combaten y defienden las más nobles cualidades de la vida, sirviendo a la humanidad como a una sola nación.
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