He vuelto a quedarme dormido hasta más tarde de lo que había planeado anoche. Me he despertado pasadas las diez y media. Lo de madrugar ... no va conmigo, desde luego, y a estas alturas de mi vida ya no voy a cambiar. Me he duchado, he dado cuenta del último yogur que deambulaba por el frigorífico y he regresado al dormitorio para vestirme.
Hemos dejado atrás la mitad de octubre y conozco muy bien de lo que es capaz Granada y el aire frío que baja de la sierra. Pantalón vaquero, calcetines mullidos, camiseta interior, camisa, jersey, chaqueta y un tres cuartos ligero. Me he topado en un cajón con los guantes, el gorro y la bufanda, el kit completo, pero he rehusado la idea. Vamos camino de noviembre, en la calle hará frío, pero no hay que exagerar la nota. Ya llegarán diciembre y enero con sus mañanas gélidas en las que no hay manera de calentarse.
Vivo en un quinto piso y ya al salir, mientras espero el ascensor, noto que algo no va bien. Por la ventana del edificio entra un cañón de luz imponente y la temperatura es inusualmente alta. Será que el sol da de lleno aquí desde que amanece y estas paredes se han recalentado. Al salir a la calle, la realidad me abofetea. No hace frío. Esto no se puede llamar entretiempo, esa estación apócrifa de la que Granada carece. Hace calor. Mucho. Sopla el viento y es como un secador en la cara. Me viene a la cabeza esa leyenda urbana que cuenta la historia de un conductor que viajaba por una carretera perdida de Albacete, se metió en un banco de niebla y al salir se encontraba a las afueras de Cochabamba, en Bolivia.
Me da por pensar en esa leyenda porque parece que al poner un pie en la calle he entrado de lleno en otro hemisferio, en una ciudad que avanza hacia el verano en lugar de ir camino del invierno. Pero no, sigo en Granada, distingo a lo lejos el trasiego de mis calles de siempre y el acento de los que me rodean es inconfundible. Las leyendas urbanas suelen incluir rasgos de verosimilitud, señuelos de verdad para hacernos dudar si son ciertas o no. No es imposible encontrarse una chica vestida de blanco caminando por la carretera, aunque lo que ocurra después sea puro cuento. Y también resulta difícil de creer que haya cocodrilos albinos en las alcantarillas de Nueva York, si bien allí todo es posible. Pero lo de conducir por Albacete y aparecer en Bolivia es un completo disparate. O eso creo hasta que doblo una esquina camino del Mercadona y me doy de bruces con un dromedario.
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