Todos somos 'keynesanos'
Vuelve a ser aplicable la cita de Keynes de que «a largo plazo todos estaremos muertos» para asumir que es esencial un apoyo público a la iniciativa privada
josé manuel casinello sola
Sábado, 20 de junio 2020, 22:55
Si efectuamos una síntesis de las decisiones que hemos tomado para hacer frente a esta pandemia podemos decir que, en primer lugar, hemos optado por ... la salud, estableciendo, con mayor o menor éxito, un confinamiento que perseguía el control del virus y el correcto funcionamiento de nuestro sistema sanitario. En segundo lugar, y una vez razonablemente conseguido el primer objetivo, hemos asumido que la mejor forma de atajar la crisis económica que se avecina es acudiendo a las teorías keynesianas: las recetas inspiradas en el economista británico John Maynard Keynes, que ya fueron aplicadas en el pasado. Simplificando, podríamos decir que hemos optado por estar sanos y por ser keynesianos, por simplificar, 'keynesanos'.
En efecto, una vez que ha sido necesario empezar a definir los instrumentos necesarios para reactivar la economía, ni siquiera los neoliberales más recalcitrantes, han cuestionado la necesidad de aplicar recetas keynesianas, que implican una mayor intervención del gobierno en la actividad económica. Ya ocurrió en el pasado en situaciones de una gravedad similar a la que ahora se nos presenta.
Es por ello por lo que continúa siendo de total actualidad el choque que, durante todo el siglo XX, tuvo lugar entre dos grandes economistas, Keynes y Hayek, que plantearon un debate sobre cómo deberían solventarse los problemas que se ocasionaron como consecuencia de las grandes crisis ocurridas en ese siglo: las dos grandes guerras y la gran depresión de 1929, que sobrevino entre una y otra. Durante todo el siglo XX y lo que llevamos del XXI la política económica del mundo occidental ha ido serpenteando entre las tesis ideológicas de uno y otro, en función de las circunstancias concurrentes.
Los términos iniciales de este debate, extraordinariamente recogidos en el libro 'Keynes vs Hayek. El choque que definió la economía moderna' de Nicholas Wapshott, podrían concretarse en los distintos planteamientos que ambos economistas recomendaban para hacer frente a las crisis de la primera mitad del siglo XX.
Vencedores
Llama poderosamente la atención la visión del personaje de Keynes que, tras participar como asesor inglés en las negociaciones del Tratado de Versalles que puso fin a la Primera Guerra Mundial, criticó duramente a los representantes de los vencedores (su gobierno entre ellos) declarando que «la paz es aberrante e imposible y no puede traer más que desgracia», y ello, debido a las altísimas indemnizaciones que se exigían a los vencidos. En su libro 'Las consecuencias económicas de la paz', Keynes anticipó el nacismo y el fascismo y todo lo que de ellos se derivó.
Esta predicción, desgraciadamente confirmada por la realidad, le dio a Keynes la fama suficiente para ser el oráculo económico al que se acudió para resolver la Gran Depresión. En 1926, en una conferencia en la Cámara de los Comunes, ya había hecho Keynes una declaración de principios: «El problema político de la humanidad consiste en combinar tres cosas: eficiencia económica, justicia social y libertad individual». Huyendo de lo que hasta ese momento se conocía como 'el orden económico natural' y bajo la motivación de la compasión por los desempleados, estimó que había llegado «el fin del laissez-faire» y que era esencial que los gobiernos intervinieran en la economía con el objetivo de gastar, estableciendo una relación directa entre el nivel de empleo y la demanda agregada (el consumo total de la economía). Para ello recomendó que los estados, invirtieran en obra pública, asumiendo los déficits y la mayor deuda que ese incremento de gasto iba a provocar.
Frente a esta teoría, basada en una concepción razonablemente optimista, en cuanto a que se estimaba se podía actuar para reactivar la economía y el empleo, estaba la visión de Friedrich Hayek, que consideraba que cualquier actuación del gobierno era inútil por bienintencionada que fuera, por lo que había que dejar que el propio mercado corrigiese la situación de forma autónoma. Esta última visión, más pesimista que la de Keynes, concordaba más con los economistas clásicos (Adam Smith, David Ricardo…) y estaba fundamentada sobre la exigencia de un equilibrio de las cuentas públicas y un control exhaustivo de la inflación.
La Gran Depresión de 1929 propició un campo de cultivo extraordinario para las ideas keynesianas, que tuvieron su mayor expresión en el 'New Deal' del presidente Roosevelt. Bajo la premisa de que «a largo plazo todos estaremos muertos» formulada por Keynes para justificar sus teorías, se asumieron los efectos negativos que éstas pudieran tener, y que fueron advertidos por Hayek; principalmente inflación, ineficiencia y riesgo de totalitarismo, por el descontrol en la intervención pública.
Pensamiento moral
En similares términos se planteó el debate tras la Segunda Guerra Mundial, una nueva situación de crisis que, a juicio de Keynes «exigía la restauración del pensamiento moral adecuado», debiéndose actuar nuevamente para reducir el desempleo. Tras la aplicación nuevamente de las tesis de Keynes, puestas de manifiesto en Bretton Woods, Hayek quedó en un segundo plano.
Sin embargo, es Hayek el que, desde 1970, vuelve a resurgir con fuerza, cuando los Estados Unidos y Gran Bretaña son conscientes de la pérdida de ventaja competitiva respecto a Japón, Alemania y Francia. Reagan y Thatcher desempolvaron las recetas de Hayek, que en 1974 recibió el Premio Nobel de Economía. A partir de entonces, la tendencia se inclinó hacia la reducción de la intervención estatal, la desregulación de los mercados y a la santificación del mercado como utopía de la existencia humana. A estas recetas, había que añadir las teorías monetaristas de Milton Friedman que sugirió aumentos moderados de la oferta monetaria para mejorar la economía.
Aun existiendo un debate dialéctico entre ambas posturas, los que defienden que el mayor riesgo de la economía es la inflación y exigen desregulación (los llamados economistas austriacos), y los que defienden que el mayor riesgo es el desempleo y recomiendan la actuación del estado (los keynesianos), parece evidente concluir que habrían triunfado los primeros, a raíz de la crisis de 2007 en la que, la desregulación y el monetarismo, provocaron un colapso del sistema financiero mundial. El propio Alan Greenspan, máximo exponente de la desregulación, llegó a admitir ante el Congreso de los Estados Unidos que cometió «un error al suponer que el egoísmo de las organizaciones, especialmente los bancos, era tal que eran los que mejor podían proteger a sus propios accionistas y a su capital en las empresas».
Intervención del Estado
En la actualidad, nadie parece cuestionar que es necesaria la intervención del Estado en el mercado de trabajo, que prácticamente se ha convertido en público a través de los ERTE; en los mercados de capitales, con blindajes para evitar la pérdida de sectores estratégicos; en los mercados de crédito, con incentivos y respaldo público a la financiación de las empresas; y en la política monetaria, mediante la inyección de liquidez por el BCE. Vuelve a ser aplicable la cita de Keynes de que «a largo plazo todos estaremos muertos» para asumir que es esencial un apoyo público a la iniciativa privada. En definitiva, generar déficit público, para provocar superávit (o menos déficit) privado, a costa de un mayor endeudamiento a futuro.
Sí será necesario determinar hasta cuándo ha de mantenerse este sistema ya que, de lo contrario, estaremos endeudando en exceso a las próximas generaciones y poniendo de manifiesto uno de los defectos de la democracia como sistema político: gobierna la mayoría de hoy, pero tomando decisiones que pueden afectar, y mucho, a las siguientes generaciones sin que éstas puedan plantear objeciones o reparos.
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