Transeúntes
Atrás dejaremos el escenario de nuestra vida, la casa que habitamos, los objetos que en ella albergábamos… Todo abandonado ya para siempre
Justa Gómez Navajas
Lunes, 3 de noviembre 2025, 23:06
A mi madre, Justa Navajas Sánchez, que en paz descanse, la mejor madre que haber tenido pudiera. «Hubiera preferido ser huérfano en la muerte, que ... me faltaras tú allá, en lo misterioso, no aquí, en lo conocido».Manuel Altolaguirre.
Por más que, por instinto de supervivencia, a veces, queramos ignorarlo, los humanos sabemos bien que somos transeúntes y estamos en este mundo de paso. Afanes, ilusiones, proyectos, desvelos… quedarán un día aquí detenidos, aparcados definitivamente cuando llegue la hora de atravesar la laguna Estigia e irnos al otro lado de la orilla. Atrás dejaremos el escenario de nuestra vida, la casa que habitamos, los objetos que en ella albergábamos… Todo abandonado ya para siempre. No queremos ni imaginarlo, pero sabemos de sobra que nos iremos, que nos vamos, como se han ido los que nos precedieron, a un lugar del que nadie ha vuelto. Noviembre se encarga de recordárnoslo cada año. Subimos al cementerio y llevamos flores a quienes ya no están, cumpliendo el Día de Todos los Santos con la tradición que nos inculcaron. Noviembre y las pérdidas que, con el tiempo, vamos acumulando nos hacen caer en la cuenta de que, irremediablemente, nos iremos, aunque nos resistamos a pensarlo, si bien es cierto que, con los años, se es más consciente de ello y hasta abruma menos saber que nos vamos al ver que personas que quisimos tanto nos van dejando. Porque cada pérdida nos desapega un poco más de este mundo, que palidece siempre que alguien querido se marcha. Es como si la propia vida, aún sin perder su encanto, cuando se nos va alguien que hemos querido sin medida, nos fuese preparando para que nos cueste menos dejarla atrás un día. Porque, cada vez que alguien que queremos fallece, como canta la famosa sevillana, «algo se nos muere en el alma» y se nos va irremisiblemente. Son esos «golpes en la vida, tan fuertes…», de los que hablaba el poeta peruano César Vallejo. Es ese sentir el alma desgarrada y aprender a vivir con la ausencia, sabiendo que, en lo que nos quede de vida, ya siempre va a faltarnos sin remedio quien se nos ha ido. Para la fe, la muerte abre la puerta a otra vida, pero, en la que conocemos, pone punto y final a la realidad hasta entonces vivida e inaugura un vacío inmenso y una sensación de vértigo existencial, solo mitigada, en su caso, por la esperanza de que haya algo más, otra existencia en la que, como reza la plegaria, «nadie estará triste, nadie tendrá que llorar».
Como el pintor al que le quitaran la escalera y se agarra a lo que puede para no caer, todo el que llora una pérdida se agarra al consuelo de lo que le gusta y al cariño que recibe para recomponerse, para seguir con la rutina, aunque cueste, porque hay que continuar con la vida, tirando del ovillo hasta que se acabe la madeja, a la par que el alma sueña y espera un reencuentro más allá del espacio y del tiempo... Mientras, seguimos aquí, en esta vida, recordando a los que se nos fueron, y no solo el 1 de noviembre, sino a cada paso, al sentir que nos faltan y que la vida tenía más luz y era infinitamente más feliz con ellos, cuando la muerte quedaba lejos o era un mal sueño. Hasta que nos llegue la hora de irnos, toca vivir por nosotros y por los que ya no están, disfrutando de lo que ellos ya no pueden disfrutar, de ver el día despuntar y despedirse, y de todo lo que nos agrada de este mundo. Y cada vez con más intensidad, si cabe, ahora que hemos comprendido, como Gil de Biedma, «que la vida iba en serio» y que esto de vivir, tarde o temprano, se acaba. Como en el precioso bolero, «hay que saber que la vida/ se aleja y nos deja llorando quimeras».
Noviembre vuelve a recordarnos que urge vivir, que la vida, tal y como la conocemos, se pasa. Más allá creemos que nos aguardan quienes se nos fueron. No sabemos dónde ni cómo. El ser humano carga con el peso de saber que se va y con la incertidumbre de desconocer qué sentido tiene esta vida, aparte del que cada cual pueda encontrarle. Acaso no haya que empeñarse en buscarle explicación a la vida, tampoco al sufrimiento. Vivir ya es mucho. Hacerlo dignamente, también como homenaje a quienes se nos fueron, con la tranquilidad de haber hecho todo lo que pudimos por los que ya se han ido, es lo mejor que podemos hacer. Vivir con más esperanza que tristeza, con más alegría que luto, como exaltación de la vida que nos dieron y/o compartimos con quienes ya nos faltan. Desde donde están, nos alientan y sostienen, y, con cobertura permanente, mantienen con nosotros una conexión inalámbrica y sin interferencias, que traspasa su ausencia, directa, de alma a alma. Y ni el tiempo ni el olvido conseguirán quebrantarla.
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