Hambruna
Juan Vellido
Martes, 5 de agosto 2025, 23:11
Morir de hambre es, supongo, para nosotros, occidentales en una sociedad democrática, una locución recurrente y figurada, y a menudo irónica, con la que apenas ... expresamos el deseo psicológico de comer. Pero, imagino, jamás podremos comprender lo que implica la necesidad fisiológica de ingerir alimentos para sobrevivir tras una grave reducción de los nutrientes y después de una larga exposición a la inanición. Nadie puede sentir en sus carnes lo que jamás ha experimentado.
Por eso, acaso, las cifras de muerte por hambre en el mundo han pasado a formar parte de nuestra cultura como números que sistemáticamente configuran nuestra cotidianeidad. Y no parece que tengan otro valor más allá del informativo o anecdótico. El número de muertes da igual. Que sean viejos o niños da igual. Las cifras se atropellan en nuestra mente como notas o apuntes de la actualidad, a sabiendas de que año tras año las volveremos a escuchar con escasa variación. Y no pasará nada. De hecho, no pasa nada, pues las cifras se repiten y aumentan cada año, sin que nada ni nadie lo remedie, más allá, claro está, de las voces y manifestaciones reiteradas y grandilocuentes, y de los golpes de pecho, y de las vestiduras rasgadas en público. La denuncia del hambre en el mundo es tan recurrente como las noticias de muertes por inanición. Van parejas. Pareciera que con denunciarlas uno ya ha cumplido, como los pseudodemócratas, que con solo autoproclamarse demócratas presumen de que ya lo son. O como la también grandilocuente Declaración universal sobre la erradicación del hambre y la malnutrición, que, en la Conferencia Mundial sobre la Alimentación convocada en 1974 por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) señalaba: «Todos los hombres, mujeres y niños tienen el derecho inalienable a no padecer de hambre y malnutrición a fin de poder desarrollarse plenamente y conservar sus capacidades físicas y mentales. La sociedad posee en la actualidad recursos, capacidad organizadora y tecnología suficientes y, por tanto, la capacidad para alcanzar esta finalidad. En consecuencia, la erradicación del hambre es objetivo común de todos los países que integran la comunidad internacional, en especial de los países desarrollados y otros que se encuentran en condiciones de prestar ayuda».
Curiosamente, siempre se barajan las muertes ocurridas por inanición en niños menores de 5 años, nunca en adolescentes o adultos. Y aunque los datos recogidos por las distintas organizaciones internacionales en ningún caso son coincidentes, según fuentes del Fondo de las Naciones para la Infancia (UNICEF) y la Organización Mundial de la Salud (OMS), en 2023 murieron de hambre en el mundo más de 5 millones de niños menores de cinco años. Es decir, 13800 diarios. O, lo que es igual, cada hora, 575 niños. ¡Cada minuto murieron 9 niños menores de cinco años!
A estas cifras sería preciso añadir, sin embargo, los niños menores de cinco años fallecidos a consecuencia de enfermedades contraídas como consecuencia de la propia desnutrición, como neumonía, diarrea, malaria, asfixia neonatal o infecciones, males estos que en menor medida afectan a los niños suficientemente nutridos.
En algunos países, como Afganistán, Somalia o República Centroafricana, más del 70 % de los niños menores de 5 años mueren de hambre. En otros muchos, como Guinea Ecuatorial, Sierra Leona, Níger, Chad, Sudán del Sur, Mozambique, República Democrática del Congo, Mali, Angora, Comoras, Nigeria, Benín, Gaza; la tasa de mortalidad supera el 50%.
Más cifras: siempre según UNICEF,148 millones de niños menores de 5 años sufren retraso del crecimiento; 45 millones padecen desnutrición aguda grave; y 340 millones tienen carencias de micronutrientes.
Pero es que en España, como en otros países de la muy avanzada Unión Europea, también hay desnutrición infantil, por causas diversas como desigualdades sociales y económicas, falta de acceso a alimentos nutritivos, problemas de salud, o hábitos sedentarios.
En la actualidad, la ignominia de Gaza nos ha traído a nuestra cotidianidad imágenes de niños famélicos que a diario mueren por falta de nutrientes en las calles de una ciudad devastada y asolada por las bombas, pero no es una excepción. Acaso lo único que diferencia la muerte por hambre en Gaza de la muerte por hambre en cualquier otro país del mundo es la infamia y la vileza de que hace gala el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu y su cómplice Donald Trump, pues la hambruna de Gaza ha sido provocada por la villanía política de quienes bombardean indiscriminadamente Gaza –al margen, claro está, de las miserables matanzas de los islamistas sunitas de Hamás–, una de las ciudades más pobladas de Palestina.
Y, entretanto, el dirigente del país más poderoso del mundo muestra su lado más balandrón y arrogante, tan lanzabombas, tan creído como está de sí mismo, tan justiciero y tan dios, que se jacta de ser la más alta deidad, el altísimo y todopoderoso 'papá', como lo llama ese escudero y pelotillero mayor, que no es otro que el mismísimo secretario general de la OTAN, el holandés tiralevitas y adulón, Mark Rutte. ¡El mundo está en manos de estas dos criaturas!
Ese Trump, envilecido por el poder, juega a ser rey del mundo en un tablero de parchís en el que parece estar convencido de que solo él puede hacer trampas y decidir el futuro de los demás; ese Trump que bien podía haber sido un matón barriobajero o un chulo de prostíbulo; ese Trump que con su ambición y arrogancia contribuye a la desgracia del hambre en el mundo.
Pero no nos engañemos, la hambruna está ahí desde mucho antes de Donald Trump y, lo que es peor, aumenta alevosamente cada año. La tendencia al alza es tal que, según la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en la actualidad el hambre afecta a 650 millones de personas en el mundo, es decir, al 9,3 % de los 7 mil millones de criaturas que habitamos la tierra. Se trata de la cifra más alta jamás registrada desde que comenzara a publicarse el Informe Mundial sobre Crisis Alimentarias de la ONU. En esta tendencia al alza se estima, siempre según las mismas fuentes, que la hambruna afectará en el año 2030 a 840 millones de personas.
Por otra parte, en un informe de la FAO se advierte de que los países están muy lejos de alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) incluidos en la Agenda 2030, ya que los precios de los alimentos continúan «anormalmente altos», por encima del 21 %.
No basta, pues, con rasgarse las vestiduras, ni con enviar un avión de alimentos a Gaza cuando ya han muerto miles de niños de inanición. No basta con el Programa Mundial de Alimentos (PMA), que tiene como objetivo brindar asistencia alimentaria a más de 80 millones de personas en 80 países y responder a emergencias alimentarias. No basta con las donaciones particulares de cientos de millones de euros en el mundo. No basta con las denuncias y manifestaciones internacionales. Ni siquiera basta con la pena y el llanto. La hambruna en el mundo, como las guerras, o como la pobreza, se podrían erradicar en 24 horas. Pero sería necesaria la solidaridad, ese sustantivo que implica ayuda mutua, fraternidad, generosidad, cooperación; ese sustantivo que todos los líderes del mundo pregonan a diario en sus púlpitos, como tantas palabras vacías y faltas de contenido. La hambruna es consecuencia directa de la desigualdad y la hipocresía del ser humano.
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