Agosto en la Rosaleda
Afortunadamente, las rosas no saben de la ruindad del ser humano; aunque quién sabe si saben del viento que les trae y les lleva aromas nuevos y brisas de otros lugares
Juan Vellido
Jueves, 21 de agosto 2025, 22:44
Las rosas no saben de estrategias políticas ni de inflación ni de salarios precarios. No saben de la ignominia de Netanyahu, Putin o Trump. Afortunadamente, ... las rosas no saben de la ruindad del ser humano; aunque quién sabe si saben del viento que les trae y les lleva aromas nuevos y brisas de otros lugares. Quizá por eso se muestran lozanas a pesar de este agosto abrasador y envilecido de hambre y de sangre. Se brindan a nuestros ojos como ofrendas de un ideario que el hombre ha sido incapaz de conservar con el trascurso del tiempo. Todo lo que la flor representa parece haber sucumbido en el espíritu del ser humano. Sutil y noble filigrana de pétalos delicados, ¿temblará su tallo ante la mano del hombre?
Hay un rosal de rosas blancas en la rosaleda del parque del Retiro de Madrid que parece arrimarse a las personas cuando pasan a su lado, como si quisiera abrazarlas. El Rosal Galante, lo llaman. Tiene un tronco viejo, quizá de más de 80 años, pues la primera rosaleda del retiro madrileño fue trazada y plantada en 1915 por el jardinero mayor de la Villa, Cecilio Rodríguez del Llano, que procuró emular la rosaleda de Bagatelle, del Bois de Boulogne de París, pero aquellas rosas fueron arrasadas durante la guerra civil española. En 1941 se replantaron casi 5.000 nuevos rosales de los que acaso perduró este Rosal Galante que ama a los seres humanos como si fueran sus hermanos.
Federico García Lorca ya había visitado la rosaleda del Retiro, 'La Rosería', como la llamaron originalmente, cuando en 1918 escribió su 'La oración de la rosa', en la que decía: «¡Qué sería la vida sin rosas! / Una senda sin ritmo ni sangre, / un abismo sin noche ni día. / Ellas prestan al alma sus alas, / que sin ellas el alma moría, / sin estrellas, sin fe, sin las claras / ilusiones que el alma quería».
Y quizá Lorca también se sintió desconcertado por aquellas flores blancas de Galante que lo rodeaban sigilosamente mientras él, despacio, caminaba entre los setos, los estanques y cenadores, en la primavera rotunda del Paisaje de la Luz, en el Necrolimbo del parque madrileño.
Ahora, cuando la canícula cae a plomo sobre las rosas y el mundo parece abatirse entre titulares de guerra, hambre y desesperanza, la rosaleda se nos antoja como un refugio de resistencia, al abrigo de aquella memoria de las ilusiones ahora perdidas, y de aquellos otros tiempos en que todo tenía sentido, y todo cobraba el valor de sentirnos vivos.
Agosto en la rosaleda, a pesar de la tórrida canícula y el canto impenitente de las cigarras, es un remanso que nos retrotrae a otros tiempos y nos libera de un presente ensordecedor y sombrío. No son estas las mismas rosas, pero este jardín mantiene intacto su espíritu, como una niña grande que aún sueña con el hada madrina que la protegerá en el viejo bosque mágico de todos los cuentos. Hemos cambiado nosotros. Tal vez lo hayamos perdido todo, tanto que hasta las admoniciones de guerra nos suenan a cuentos chinos.
En este tiempo de amenazas nucleares, el mundo, tan venido a menos, depende de las bravuconadas y la testosterona de un trío de balandrones. En la cima del esperpento, Israel aspira a someter a una Gaza hambrienta y arrasada; el pérfido Donald Trump, qué ironía, reclama el Nobel de la Paz; la tragedia de Ucrania se nos muestra por entregas, como un serial trágico y siniestro; los bosques y los animales y las flores crepitan entre las llamas a menudo provocadas por la mano del hombre. Y al otro lado del espejo maquiavélico, el prófugo Puigdemont hace juegos malabares con sus fugas, la fontanera aspira a escribir sus chapuzas en pliegos de pergamino, y los trasnochados fanáticos predican una nueva expulsión de moriscos. Pareciera que Lucien de Rubempré, el joven poeta protagonista de 'Las ilusiones perdidas', de Honoré de Balzac, hubiera vuelto de nuevo a su París idealizado y, otra vez, se hubiera dado de bruces con la realidad del ser humano, con su ambición y desdén, con su cinismo y su falsía, con su vanidad y su bajeza.
Ojalá, como en las fábulas, las flores pudieran tomar la iniciativa, y el rosal Galante encabezara, así, una manifestación rutilante por todos los parques de rosas de Europa: de la rosaleda del Retiro a la del Parque Oeste madrileño, y de ahí a la del parque de Cervantes barcelonés, y luego a la Bagatelle parisina, y a la Rosaleda Princesa Grace de Mónaco, y al Jardín de las Rosas de Queen Mary londinense, y al de Albrighton en Reino Unido, y a la Roseto Comunale de Roma, y a la Rosaleda Internacional de Beutig en la alemana Baden-Baden, y al Parc de la Grange de Ginebra en Suiza, y por fin a la rosaleda del castillo de Coloma, el jardín de las 200.000 rosas, la más grande rosería de Europa. Solo así, en esta fábula, se consumaría el triunfo de las rosas y la victoria de su espíritu limpio de prejuicios e intereses, sin ambiciones ni delirios. Lástima que la fábula solo sea una habladuría, un pensamiento efímero, que se estrella de bruces con una realidad que pesa tanto como este sol de agosto a mediodía.
El poeta persa Sa'di escribió en el siglo XIII un libro de cuentos y poemas titulado 'Gulistán' ('La Rosaleda'), un jardín de rosas desde el que escritor contemplaba un mundo que chocaba de pleno con la placidez de su paraíso. Un mundo que hoy parece multiplicar todos los escenarios adversos que el poeta medieval relataba en un libro que, en ocho capítulos, hablaba de las conductas sociales, de la educación, de la oratoria, de la juventud y el amor, de la debilidad y la vejez, o de la moral de los derviches. En estas páginas de rosas, Sa'di observaba: «Estuve triste porque no tenía zapatos hasta que conocí a un hombre que no tenía pies».
Para el poeta persa, las rosas tienen alma, como algunos hombres, los «sahibdils», iluminados y poseídos de corazón. Por eso, un día del año 1258 el autor de 'La Rosaleda' pidió a su amigo, que cortaba rosas para llevarlas a su casa, que desistiera de hacerlo. «Al cortarlas, le dijo, a las flores se les arrebata la vida». Y le propuso que si le gustaban las flores sembrara un jardín de rosas en su huerto: «¿De qué te valen estas flores en la canasta / si un solo pétalo de mi rosaleda te basta? / Esas flores más de seis días no perduran, / mas mi rosaleda siempre tendrá su frescura».
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