Mi maestro
Un buen maestro deja una huella imperecedera en sus alumnos
Hoy, 27 de noviembre, día de San José de Calasanz, el religioso que luchó para que los niños tuvieran una enseñanza gratuita, se celebra en ... España el día del maestro. Un buen docente es fundamental en el desarrollo de un pueblo, y deja una huella imperecedera en los alumnos, si sabe quererlos, guiarlos, y transmitirles el valor de la cultura, y, sobre todo, de la bondad.
Yo tuve la suerte de tener un maestro ejemplar, aunque ya no esté entre nosotros. Don Antonio Mérida Ordóñez era un maestro vocacional y muy preparado. Vivía en el pueblo, y ejercía una influencia muy positiva en el discurrir diario del mismo, pues su labor la seguía ejerciendo fuera del aula. Impartía clases a niños de seis a catorce años, con niveles y capacidades muy diversas, con la enorme dificultad que eso entraña.
Además de impartir muy bien sus enseñanzas –ponía tareas diversas para los diferentes niveles–, Don Antonio nos educaba para saber comportarnos en sociedad, para respetar a padres y mayores, o para cuidar nuestra higiene. Velaba por nuestro vocabulario y lograba eliminar palabras vulgares o soeces. Estaba presente en las mayores solemnidades de los niños: comuniones, confirmaciones o fiestas populares. Este tipo de maestro, inmerso en el acontecer del pueblo y en sus eventos, con el tiempo fue extinguiéndose, porque muchos de ellos empezaron a vivir en Granada, desplazándose a los lugares más recónditos de la provincia. La suya fue una educación integral donde, junto a los conocimientos, se impartía, también, el saber respetar, el ser educado, el esfuerzo y la convivencia pacífica con los demás. ¡Lo suyo sí que era una enseñanza formadora e individualizada! Sabía que sin saber comportarse y sin valores, de nada sirven los conocimientos teóricos.
Don Antonio Mérida y Doña María Morales –su esposa, maestra de niñas– marcaron el devenir de Tiena –mi pueblo–, y el futuro de varias generaciones. Unos estudiaron más, otros menos; unos tuvieron más proyección social y otros apenas la tuvieron; pero, en todos los casos, lograron formar, en colaboración permanente con nuestros padres, que, por cierto, les tenían un enorme respeto –actitud que hoy no suele darse hacia los maestros–, una juventud sana, disciplinada, trabajadora y respetuosa. Sus vidas estuvieron dedicadas a su familia y a la tarea de educar, que no terminaba de día ni de noche, dentro y fuera del aula. Además, sus vidas eran coherentes con lo que predicaban, porque ellos eran educados; afables; con una familia ejemplar; y con un conocimiento personal y directo, y con un trato esmerado a cada miembro de la comunidad.
Don Antonio fue determinante en mi vida: él me daba clases particulares en su casa, sin cobrarme nada, cuando faltaba al colegio porque tenía que trabajar en el campo –especialmente cuando actuaba como aguador de un grupo de taladores–; me preparó a fondo, porque siempre creyó en mí; me presentó a beca rural, que obtuve; y, siendo estudiante en Granada –interno en el Colegio Menor y cursando estudios en el IES Padre Suárez–, disfrutaba de mis éxitos tanto como de los de sus hijos –Mary Carmen, excelente maestra; y el magnífico médico de la UCI, Antonio Mérida, que murió muy joven–. Mi maestro fue otro padre para mí, y su presencia, entonces y ahora, me acompaña siempre, y me da fuerzas en mis adversidades.
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