Granada, ciudad imperial
Desde hace algún tiempo, están apareciendo numerosos reportajes, artículos y libros que refieren, a menudo con una casi aburrida minuciosidad, la feliz estancia del emperador y césar Carlos V de Habsburgo junto a su esposa, la princesa, y por su matrimonio emperatriz, Isabel de Portugal en Granada
Juan José Plasencia Peña
Miércoles, 23 de julio 2025, 23:08
El próximo año se cumplirán 500 de uno de los períodos más sobresalientes de la historia granadina: la luna de miel, en nuestra Alhambra, del ... emperador y césar Carlos V de Habsburgo junto a su esposa, la princesa, y por su matrimonio emperatriz, Isabel de Portugal, durante los meses de junio a diciembre de 1526.
Con este motivo y desde hace algún tiempo, están apareciendo numerosos reportajes, artículos y libros que refieren, a menudo con una casi aburrida minuciosidad, la feliz estancia de la pareja imperial en nuestra ciudad, así como los fastos y celebraciones con que Granada quiso agasajarla en aquella memorable ocasión. Es de esperar que aún más trabajos de este tipo vean la luz a lo largo de los próximos meses, puesto que, por poco científico que esto parezca, resulta más que habitual y frecuente que los estudios de tema histórico, sean éstos de investigación, síntesis o divulgación, aprovechen la oportunidad que brindan los aniversarios para la anhelada publicación.
La luna de miel granadina del césar y su esposa representó ante todo el disfrute de una paz victoriosa entre dos guerras. Las armas imperiales habían alcanzado, un año antes, la resonante victoria de Pavía, desbaratando por completo al ejército francés y haciendo prisionero a su rey, el soberbio y arrogante Francisco I, que fue conducido cautivo a Madrid. Pero pronto Carlos tendría que concluir su estancia en Granada para hacer frente a una nueva y formidable amenaza: la llamada Liga Clementina o Liga de Cognac, que unía a cuatro poderosos archi-enemigos del Imperio: el Papa Clemente VII, el rey francés Francisco I, en campaña apenas liberado, la República de Venecia y el sultán otomano Solimán el Magnífico. Vencedor de esta alianza anti-Habsburgo, Carlos pudo obligar al Papa Clemente, a pesar de su obstinado anti-españolismo, a coronarlo emperador en Bolonia en 1530 –respecto a esto, conviene aclarar que una cosa era la Elección Imperial y otra la Coronación; Carlos había sido electo emperador por la Dieta Imperial de Francfort de 1519–.
Por otra parte, la unión matrimonial con Isabel de Portugal representó un paso decisivo hacia uno de los proyectos más fundamentales en la gran estrategia y política internacional de la dinastía Habsburgo: la unión de las coronas de Castilla y Portugal bajo un monarca de la Casa de Austria. Objetivo que, casi 60 años después, en 1581, conseguiría al fin culminar el hijo y sucesor de Carlos, Felipe II, al haber caído el rey portugués Don Sebastián combatiendo en Alcazarquivir y poseer el soberano español, como hijo de la emperatriz Isabel, mejores derechos que su oponente en las pretensiones al trono de Lisboa, Don Antonio, prior de Crato, cuyos partidarios fueron además derrotados en las Azores por la flota que comandaba nada menos que Don Álvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz, aquel renombrado y temible almirante granadino al servicio de la Casa de Austria.
Desde otro punto de vista, la luna de miel de Carlos e Isabel en Granada es símbolo de la paulatina hispanización del césar. Aquel príncipe Habsburgo, austriaco de origen y flamenco de formación, que había desembarcado en la Península con tan sólo 16 años y sin saber siquiera hablar español…; aquel muchacho extranjero que llegaba desde muy lejos, rodeado de belgas, austriacos y alemanes, para ceñirse las coronas de Castilla y Aragón y que había tenido que afrontar por ello mismo una revuelta de tan rotundo perfil castellano como sin duda fue la de los Comuneros…; acabó eligiendo España para pasar sus últimos años, que culminaron con su muerte en el monasterio extremeño de Yuste. Su estancia en Granada, como poco antes su matrimonio en Sevilla, deben desde luego interpretarse como dos importantes hitos en ese sentido: la creciente –y sin duda alguna deseada y bienvenida por pueblo y nobleza castellanos y hasta por él mismo– españolidad del césar Carlos.
Por último, haciendo mayor hincapié en lo que atañe a nuestra historia granadina, atendamos al hecho insoslayable de que, a lo largo de aquellos casi siete meses –de los cuales quedan además, como recordatorio y memorial fehaciente, monumentos tan magníficos como nuestra Catedral, Palacio de Carlos V o la Iglesia Imperial de San Matías, o el testimonio vivo y más vigente cada día que supone la existencia misma de nuestra prestigiosa universidad–, Granada fue el núcleo fundamental del poder Habsburgo, autoridad tan indiscutida como indiscutible en nuestra Península, todo el Mediterráneo occidental y central y la mayor parte de Europa, al tiempo que un naciente imperio en rápida expansión por América, África y Extremo Oriente. Siete meses durante los cuales Granada fue, sin duda y por antonomasia, con toda propiedad y merecimiento, modelo, ejemplo y paradigma de Ciudad Imperial.
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