50 años de la revolución de los claveles
Juan José Plasencia Peña
Martes, 2 de abril 2024, 00:17
Hace algo más de 35 años, impartía mis clases de Geografía e Historia en el entonces Instituto Nacional de Bachillerato (hoy, Instituto de Educación Secundaria) ... Antigua Sexi, en la muy bella e histórica ciudad granadina de Almuñécar. Tenía, como alumna de uno de mis grupos de 1º de BUP a una chica de origen portugués cuyo padre llegué a tratar, no recuerdo bien con qué motivo, pero el caso es que el buen hombre me estuvo relatando diversas vivencias suyas de la guerra de Angola, en la que había participado como soldado de las fuerzas coloniales portuguesas y me refería, como una impresión todavía muy vívida, como, al desembarcar en aquel territorio los efectivos militares de los que formaba parte, los lugareños, temerosos, los obsequiaban con todo lo mejor que tenían, pero que al final, cuando, unos años después se disponían a reembarcar como el ejército diezmado, deshecho y derrotado que habían acabado por ser, ni siquiera los niños pequeños dejaban de insultarlos, escupirles, hacerles feos gestos y arrojarles piedras.
Esta vivencia ilustra con meridiana claridad la tragedia de los conflictos coloniales de los años 60 y 70, que afectaron a gran parte de las potencias de Europa y en el conjunto de las cuales el país luso fue el que más sangre, tanto propia como enemiga, llegó a derramar. La arcaica dictadura de Lisboa, bajo la férula de Oliveira Salazar primero y, tras el accidente doméstico que mermó sus facultades, de Marcelo Caetano después, no era en absoluto capaz de vislumbrar otra posibilidad de solución al anhelo de independencia (y, aún mucho más grave para la metrópoli, a los subsiguientes movimientos de guerrillas armadas y hasta el extremo violentas en los que tales anhelos de independencia se venían materializando desde fines de los años 60) en Angola, Mozambique y otras posesiones menores en África y Asia que una respuesta militar. Esto llevó al país a una guerra de desgaste que no podía ganar, además de a un casi completo aislamiento internacional, donde Lisboa contaba tan sólo con la ayuda, y así y todo muy interesada, de los regímenes racistas de Rhodesia (derrotada de forma definitiva y rebautizada Zimbabue en 1980) y la Unión Sudafricana.
«Actos brutales y sanguinarios que rayaban, o incluso entraban de lleno, en la esfera del más abyecto de los sadismos»
Fueron los altos mandos del mismo ejército portugués, el más destacado de cuyos jefes era el prestigioso general Antonio de Spínola (héroe de guerra, antiguo miembro de la División Azul española, de ideología ultra-conservadora e impecable estampa de oficial prusiano, monóculo incluido), los que pusieron fin a esta trágica situación, al alzarse en armas contra la dictadura el 25 de abril de 1974, hace ahora medio siglo. La población civil, sin poder aguantar más el incesante goteo de muertos y mutilados que, a consecuencia del conflicto colonial, sangraba cada vez más a la juventud portuguesa, pronto se unió a los militares, asediando la sede de la P.I.D.E., la temida y odiada policía política del régimen, mientras ofrecía claveles a los soldados alzados en armas, convirtiendo así lo que en principio había comenzado como un golpe de estado militar en una verdadera, por más que incruenta, revolución popular. Conscientes de la urgencia de terminar de una vez por todas el problema colonial, que sin duda suponía para el país una carga insoportable y amenazaba con llevarlo a un callejón sin salida, el nuevo gobierno provisional presidido por Spínola pactó casi de inmediato la independencia de todos los territorios coloniales en un proceso de transición que, en la mayoría de los casos (Angola, Mozambique, Cabo Verde) duró muy poco tiempo. Sólo hubo una excepción, la del enclave de Macao, que no sería devuelto a la República Popular China, al final de un proceso muy tardío, hasta 1999.
Nunca he llegado a olvidar del todo mis varias horas de conversación o, más bien, de relato ( recuerdo que tuve la fuerte impresión de que él estaba tan ansioso por contar su experiencia bélica como yo curioso por escucharla) con el padre de aquella alumna del instituto de Almuñécar, y no sólo por lo que he referido en este artículo, sino más, tal vez mucho más todavía, por las atrocidades de la guerra que me contó y en las cuales, siempre según su propia versión de los hechos, en ocasiones no tuvo otra opción sino participar.
Actos brutales y sanguinarios que rayaban, o incluso entraban de lleno, en la esfera del más abyecto de los sadismos y que hoy me hacen pensar en aquella expresión del gran Julio Anguita: «¡Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen!».
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