Una vieja con candil
Una anciana de 92 años deambula por el pasillo de madrugada. De pronto empieza a dar voces: ¡Una vieja con un candil! ¡Ay¡¡Ay¡¡Ay!
Entre las graves carencias formativas que tenemos una inmensa mayoría de seres humanos del primer mundo está la de cuidar de nuestros mayores cuando llegan a una edad en la que sus capacidades disminuyen notablemente y su dependencia se acrecienta mes a mes. Lo más cómodo es dejarlos en una residencia para que se hagan cargo de cuidarlos y cubrir sus necesidades básicas. No vamos a entrar aquí a valorar nada, ni hay espacio ni hay voluntad. Lo cierto es que llegado el momento en el que el deterioro, normal por razones biológicas, se hace patente, es indispensable cuidar, sí, cuidar y proteger a quienes debemos la vida, las bases y esencia de todo lo que llegamos a ser después. Ya sé que cada cual tiene sus tiempos, ocupaciones, problemas…, sus otras obligaciones. Y que es difícil, muy difícil esta labor que, llegado un tiempo en nuestras vidas, nos toca ejercer por humanidad, por derecho y por ser personas –lo que caracteriza a los humanos es el cuidado de los otros–. Cada cual, no obstante, que busque sus excusas si es menester, y que se dedique a salvar el mundo desde su atalaya de importante. Pero nuestros mayores, desde su callado silencio, sí nos necesitan, porque su organismo ya no es el que fue, aunque sus hijos tal vez tampoco lo sean ni ejerzan.
El nieto llegaba de su fiesta alumbrando con el móvil para no molestar a nadie y se encuentra con su abuela. Susto mutuo espectacular. Seguiremos, que no queda espacio.
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