
Matemáticas y posverdad
Juan Cuadra Díaz
Profesor titular de Álgebra de la Facultad de Ciencias Experimentales de la UAL
Viernes, 9 de mayo 2025, 16:42
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Juan Cuadra Díaz
Profesor titular de Álgebra de la Facultad de Ciencias Experimentales de la UAL
Viernes, 9 de mayo 2025, 16:42
Albert Einstein tardó en aprender a hablar. Me gusta pensar que ya entonces, en ese silencio primero, meditaba lo que habría de decir a lo ... largo de su vida. No me refiero a su extraordinaria obra científica, que transformó nuestra comprensión del universo, sino a sus pensamientos de carácter filosófico y humanista, que a menudo nos han llegado destilados en forma de citas o aforismos. Al privilegio de ser uno de los grandes científicos de la historia, une Einstein el de ser uno de los personajes más citados del siglo XX. Si sus frases perduran, quizá sea porque, junto al talento, hay una forma de pensar serena y profunda que sabe responder a cuestiones que a todos nos preocupan.
Escuchémoslo: «Los ideales que siempre han brillado delante de mí y que me llenan de la alegría de vivir son la bondad, la belleza y la verdad». En esta confesión, no formula una filosofía individual: expresa una fidelidad. Habita en su alma —nos dice sin ambages— la tríada que iluminó el mundo ideal de la Grecia clásica; tríada que sería retomada siglos después por los escolásticos en sus trascendentales del ser, y que aún resonaría con fuerza en el pensamiento ilustrado de Kant. Belleza y verdad, verdad y belleza, un binomio que ya se asociaba a las matemáticas en el mundo antiguo. En la filosofía platónica, las matemáticas se concebían como una vía hacia ambas, pues revelaban el orden, la proporción y la armonía del universo. No en vano, el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, donde trabajaba Einstein y donde tantos otros grandes matemáticos y físicos del siglo XX han desplegado su genio, lleva como lema «Verdad y Belleza».
Hoy, sin embargo, la verdad parece haber perdido su prestigio. No es la primera vez que se ve obstaculizada. A lo largo de los siglos, ha tenido que abrirse paso entre prejuicios, mentiras, supersticiones, sofismas y fanatismos. Pero hoy afronta algo diferente: ha dejado de contar. En esta llamada era de la posverdad, nuestro modo de pensar se ha trastocado. La observación es relegada por la impresión; el hecho, desmentido por la opinión; la evidencia cede ante la creencia; la inmediatez sustituye a la reflexión; la consigna, al argumento; la narrativa, al análisis. No se trata de mentir —el mentiroso, al menos, teme una verdad que puede delatarlo—, sino de actuar como si la verdad no existiera, o no importara. Las redes sociales amplifican el fenómeno, favoreciendo lo viral frente a lo veraz, y ofreciendo a cada cual su propia versión de los hechos. No hace falta ocultar la verdad, ni ir contra ella; basta con no prestarle atención. Así, poco a poco, la verdad va desvaneciéndose, y nosotros, casi sin darnos cuenta, vamos aprendiendo a vivir sin ella.
En este clima de posverdad, las matemáticas mantienen viva una idea radical: que las afirmaciones pueden ser verdaderas o falsas, y que lo verdadero puede distinguirse de lo falso mediante un razonamiento preciso y riguroso. El matemático se rige por un principio ineludible: no se puede afirmar sin demostrar. Lo estableció Euclides en sus magistrales Elementos hace más de dos mil años. El matemático puede intuir, imaginar, conjeturar o aventurar hipótesis, pero nada alcanza rango de verdad sin demostración. Por más evidencias que las respalden, ni la conjetura de Goldbach ni la hipótesis de Riemann pueden aceptarse todavía como verdaderas.
En ese rigor extremo se fundamenta el carácter intemporal de la verdad matemática. El teorema de Pitágoras sigue siendo cierto. No así la explicación de Hipócrates de la enfermedad como un desequilibrio entre sangre, flema, bilis negra y amarilla.
Esta exigente relación del matemático con la verdad acaba formando en él una manera particular de mirar, de pensar y de estar en el mundo, que —proyectada más allá del aula, la mesa de estudio o el despacho— puede ser especialmente valiosa en tiempos difíciles. Einstein dio un ejemplo admirable de cómo un pensamiento forjado en la búsqueda de la verdad puede iluminar cuando se proyecta hacia el mundo. Hoy, como siempre, hay necesidad de verdad. Y esa necesidad no puede satisfacerse si nadie la cuida. Lo escribió con claridad la filósofa francesa Simone Weil: «No hay posibilidad alguna de satisfacer en un pueblo la necesidad de verdad si para ello no pueden encontrarse hombres que la amen».
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