Líricos vientos en la Generación de 1927
Juan Chirveches
Viernes, 17 de octubre 2025, 23:30
Los poetas, como los pájaros, son habitantes del viento, viven en el viento, vuelan por el viento. Por ese viento que con frecuencia adopta comportamientos ... humanos, y se enfada y ruge cuando huracán, o acaricia y canta cuando brisa. Que zarandea si estrepitoso aquilón en 'La canción del pirata' de Espronceda, o que besa si «céfiro blando» en la oda de Esteban Manuel de Villegas.
Los autores de la Generación de 1927 navegaron con frecuencia líricos vientos a bordo de sus poemas. Aquel gran erudito y gran poeta que fue Dámaso Alonso titula su segundo libro 'El viento y el verso' (1925), y en él: «El viento es un can sin dueño/ que lame la noche inmensa». Luego, en su impresionante poemario 'Hijos de la ira' (1944) colecciona el celebérrimo «Insomnio», donde nos cuenta que «a veces en la noche/ yo me revuelco/ y paso largas horas gimiendo como el huracán». En 'Voz del árbol' nos alerta: «el hombre, oh aullido inútil,/ es voz en viento (…) / nunca el viento y la mar oirán sus quejas».
Pedro Salinas, el poeta madrileño que repite en sus poemas la palabra «beso» casi tanto como Aleixandre en los suyos la palabra «labios», en la composición 'Fe mía', de 'Seguro azar' (1929), llama bellamente a la rosa «la prometida del viento», aunque advierte que no se fía de ella… En 'La voz a ti debida', de 1933, se pregunta si «¿Saben los vientos sus apellidos/ por encima del puro soplo que son?». Hombre, digo yo que muchos de ellos sí que los saben: céfiros, cierzos, aquilones, notos, bóreas, euros, lebeches, tramontanas, de arriba, de abajo, alisios, mistrales… Otros, supongo que no: éstos deben ser vientos que circulen anónimos y extraviados por la tierra, como airosas y vaporosas y undosas almas perdidas que buscaran los cuerpos de donde se salieron a dar una vuelta por los insondables derrumbaderos de la eternidad… Pero estamos con Pedro Salinas. Y Pedro Salinas, en 'Seguro azar' (1929), tiene un hermoso poema protagonizado por el viento, titulado 'Far West', que comienza: «¡Qué viento a ocho mil kilómetros!/ ¿No ves cómo vuela todo?», y que termina: «No es ya viento,/ es el retrato de un viento que se murió/ y está enterrado en el ancho cementerio de los aires».
Al humilde parecer del articulista, abundan los versos kilométricos y pegajosos en Vicente Aleixandre, tan largos sus poemas como día sin su enamorada para un enamorado, o como inacabable carretera de Dakota que sólo parece terminar, si es que alguna vez termina, en el fin del mundo. Y en casi todos ellos escribe, como queda dicho, la palabra «labios»… Mas, probablemente, nunca dejarán de ser antológicas piezas como «En la plaza», de 'Historia del corazón' (1954), donde hay «olor/ a un gran viento que sobre las cabezas/ pasaba su mano». O como «Ciudad del paraíso», del libro 'Sombra del paraíso', 1944, donde le dice a Málaga, aunque no la nombra, que «pareces reinar bajo el cielo, sobre las aguas,/ intermedia en los aires». Y la llama «blanca en los aires/ con calidad de pájaro suspenso».
La poesía del vallisoletano Jorge Guillén tiene una personalidad única, juguetona, saltarina, simpática y vivaz, al menos en su poemario 'Cántico' –1928, con sucesivas ampliaciones–, donde en 'Viento saltado' aparecen estos rítmicos versos: «¡En el viento, por entre el viento/ saltar, saltar,/ porque sí, porque sí, porque/ zas!», mientras que en 'Meseta' nos regala esta bellísima imagen: «Muchedumbre de trigos/ en un rumor terminan,/ trigo aún y ya viento». Exhalan esas líneas de Jorge Guillén un aroma de primavera que se sale del libro e inunda la estancia donde leemos, transformándola de pronto en campo de amapolas.
Olvidemos la producción de Rafael Alberti esclava del comunismo y quedémonos con el luminoso, con el alado Alberti de 'Marinero en tierra', de 'La amante', 'El alba del alhelí', 'Baladas y canciones del Paraná' y algunos otros, cimas todos de la poesía española del siglo XX. Fue el portuense, como el resto de compañeros de su Generación, gran usador o degustador de vientos en sus versos. En el primero de sus libros anhela que su voz –su poesía–, si muere en tierra, sea condecorada «con la insignia marinera,/ sobre el corazón un ancla/ y sobre el ancla una estrella/ y sobre la estrella el viento/ y sobre el viento la vela». También en este libro «Elegía del niño marinero» (niño muerto), donde «Flotadora va en el viento/ la sonrisa amortajada de su rostro».
'La amante' (1926) es un viaje poético que cruza la Meseta en busca del mar norteño. Cuando por fin alcanza el Cantábrico por Laredo, versifica emocionado: «¡Dejadme, vientos, llorar,/ como una niña, ante el mar».
Del año siguiente es 'El alba del alhelí'', en que canta, loor de almerienses, que desde levante «viento de Cabo de Gata/ trajo a la Virgen del Mar./ Viento la dejó en la arena,/ viento que volvió a la mar».
Nos resulta curioso que en los seis primeros poemas de 'Baladas y canciones del Paraná', 1954, Alberti alude al viento. El primero es aquél, tan famoso y bellísimo, en que «el viento que viene y va» se repite cada dos versos, invariablemente, como una armónica letanía: «los pastos, como mar verde/ del viento que viene y va./ Los barcos como caminos/ del viento que viene y va./ El cielo como morada/ del viento que viene y va…».
Finalmente, que me quedo sin espacio, en 'Canción 22', el poeta dialoga con el gaseoso elemento y le explica que no sabe «si seré al fin lo que tú:/ viento./ Algo que tan sólo pasa/ y en nadie deja recuerdo./ Viento quizás. Sólo viento».
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