El tiempo del Quijote
Sería un error pensar que los caballeros andantes nunca tuvieron existencia real, y que solo vivieron en la imaginación de quienes compusieron libros de caballerías
Juan Antonio López Nevot
Sábado, 22 de abril 2023, 22:48
¿Cómo era la sociedad en la época del Quijote? Aquella era una sociedad de corporaciones desiguales, fundada en el privilegio, y rígidamente jerarquizada en ... tres estamentos: el nobiliario, el eclesiástico y el llano. Más aún, en el seno de cada estamento cabían las diferencias. Por lo que se refiere al estado nobiliario, no era lo mismo ser un simple hidalgo, que un caballero o un señor de título. De ahí que los vecinos de don Quijote, un pequeño hidalgo de aldea, le censuren por usar el don, reservado socialmente a los caballeros. Teresa, la mujer de Sancho, dice, aludiendo a don Quijote: «y yo no sé, por cierto, quién le puso a él don que no tuvieron sus padres ni sus abuelos».
A despecho de la rigidez estamental, era posible que un súbdito de condición plebeya se integrase, o al menos acomodara su comportamiento a los hábitos y valores del grupo aristocrático. No fue inusual que mercaderes o juristas enriquecidos, en ocasiones de progenie conversa, adquirieran por compra oficios públicos o títulos nobiliarios, lo que entrañaba un innegable ascenso en la escala social. Así lo afirma paladinamente Sancho cuando fantasea con la idea de que don Quijote case con la princesa Micomicona: «¿Qué se me da a mí que mis vasallos sean negros? ¿Habrá más que cargar con ellos y traerlos a España, donde los podré vender, y adonde me los pagarán de contado, de cuyo dinero podré comprar algún título o algún oficio con que vivir descansado todos los días de mi vida?».
La sociedad de la época del Quijote era también una sociedad casticista, anclada en la obsesión por la limpieza de sangre, en la odiosa distinción entre cristiano viejo y cristiano nuevo de casta de judíos confesos, moros o penitenciados por el Santo Oficio. A diferencia de don Quijote, Sancho blasona a menudo de su condición de cristiano viejo —como era común entre villanos y personas de orígenes humildes—, declarándose enemigo mortal de los judíos.
El tiempo del Quijote aparece dominado por una profunda crisis. Las manifestaciones de esa crisis son bien conocidas: descenso de la población, regresión económica, graves perturbaciones monetarias y crediticias, inmenso desorden financiero y recrudecimiento de la presión fiscal. Los autores de la época se refieren a ese cúmulo de adversidades con el vocablo «declinación». Tal fue el caldo de cultivo que hizo nacer el arbitrismo, singular fenómeno de búsqueda afanosa de presuntos remedios para evitar, o al menos contener, los males que aquejaban el cuerpo social y político de la Monarquía católica. El siglo XVII fue pródigo en arbitrios y arbitristas: clérigos, jurisconsultos, mercaderes, oficiales reales, a las veces simples aventureros, ocupados en diagnosticar las causas de la decadencia y en proponer y divulgar, en memoriales y avisos, la enmienda de abusos y la reforma de costumbres. Sin embargo, lo disparatado, absurdo o fantástico de aquellos arbitrios provocó el menosprecio casi generalizado de los contemporáneos, y la sátira de escritores como Cervantes. En el capítulo I de la segunda parte del Quijote, el cura y el barbero visitan al hidalgo para comprobar si ha recobrado el juicio, procurando no mentarle la caballería andante. En el curso de la conversación, el cura refiere una noticia que supuestamente acaba de llegar de la corte: el Turco amenaza a la Cristiandad con una poderosa armada. Entonces, don Quijote asegura conocer un arbitrio infalible: «¿Hay más sino mandar Su Majestad por público pregón que se junten en la corte para un día señalado todos los caballeros andantes que vagan por España, que aunque no viniesen sino media docena, tal podría venir entre ellos, que solo bastase a destruir toda la potestad del Turco?».
En buena medida, el Quijote se nos presenta como una parodia de los libros de caballerías. Pero cuando Cervantes escribe su novela, los libros de caballerías, como el Amadís de Gaula, aunque seguían leyéndose, no gozaban del mismo favor público que habían conocido durante el reinado de Carlos I, época áurea del género. Ahora, el género literario preferido es la novela pastoril, al que había contribuido el propio Cervantes con La Galatea (1585).
Huelga decir que a la altura de 1605 tampoco existían los caballeros andantes. El propio don Quijote afirma que su designio era «resucitar la ya muerta andante caballería». Ahora bien, sería un error pensar que los caballeros andantes nunca tuvieron existencia real, y que solo vivieron en la imaginación de quienes compusieron los libros de caballerías. Como advirtiera Martín de Riquer, en la primera mitad del siglo XV, coincidiendo con el reinado de Juan II de Castilla, se halla fehacientemente documentada la presencia de caballeros andantes extranjeros en España, así como la de caballeros andantes españoles peregrinando por Europa en demanda de aventuras. Don Quijote llega a declarar incluso que desciende por línea recta de varón de uno de aquellos caballeros, Gutierre de Quijada. En torno a tales caballeros floreció una literatura ramificada en dos derivaciones: la biografía del caballero y la novela caballeresca. Como ejemplo de la primera, puede citarse El Victorial, biografía histórica de Pero Niño, conde de Buelna; como ejemplo de la segunda, el Tirant lo Blanch, del que se dice en el Quijote que era «por su estilo […] el mejor libro del mundo».
La denominación de libros de caballerías conviene mejor a aquellas narraciones ficticias que introducían rasgos maravillosos, sobrenaturales o mágicos, ambientando la acción en escenarios lejanos y un tiempo ancestral. Son esos libros inverosímiles los que suscitan la burla de Cervantes, no la caballería o los ideales caballerescos.
Un hidalgo rural aficionado a los libros de caballerías pierde el seso, creyéndose un caballero andante, y sale de su lugar para deshacer agravios y enderezar entuertos. Reparaba Riquer en que si don Quijote no hubiese enloquecido, se habría embarcado a las Indias, donde era mucho más fácil que en la Mancha «meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras». Es lo quiso hacer el propio Cervantes, pasar a las Indias, pero quizá, en tal circunstancia, nunca hubiese escrito el Quijote.
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