Un verano con Homero
Hace años, Emilio de Santiago me contó que Heinrich Schliemann, descubridor de Micenas, del tesoro de Agamenón y de Troya, debido a los calores del ... Peloponeso trabajaba un día y descansaba tres para reponerse del rigor de un clima al que, a mayor inconveniente, no estaba acostumbrado. Tiempo después comprobaría en propia piel aquella opresiva potestad del termómetro soliviantado a 43ºC durante una visita a la capital micénica, paseo que se detuvo ante la misma Puerta de los Leones porque, literalmente, no pude dar un paso más y me refugié en el museo arqueológico a la entrada del recinto, que tiene aire acondicionado. Aquella presencia abrumadora del calor siempre me ha sugerido la clase de pasta y de raza en la que debían de estar fraguados los primitivos griegos, capaces de levantar emporios como Micenas, de guerrear entre ellos con pesadas armas de bronce y de lanzarse a la conquista de Troya con el mismo ímpetu con que cinco siglos después irrumpiría el inmenso arte poético de 'La Ilíada', narrando aquellos conflictos e inaugurando la literatura occidental. Somos hijos de las estrellas, dicen los científicos; pero los mediterráneos y nuestros mayores griegos somos además hijos del calor, de la tierra seca bajo los olivos, de la sal y del agua amarga en cada orilla y en cada latido de nuestra sangre.
Este verano me he propuesto y estoy en la faena de releer a Homero, aunque no he empezado por la cólera de Aquiles sino por Odiseo, que me queda más lejano y especialmente me urge. En el prólogo a la edición de Castalia (1996), se mantiene que la obra de Homero recorrió la trayectoria lógica del arte popular: ser atendido en su expresión oral, refundido, recopilado y elevado a discurso poético de primer nivel. Razón discutible según se mire, porque no todo arte popular entraña latidos sustanciales que lo conviertan en universal y hagan necesario su paso a la excelsitud. En breve: no es homérico todo lo que resuena. Y a la recíproca: hay elementos del arte popular que no admiten refinamiento, que en sí mismos toman plaza en lo insuperable. Exagero, claro, pues sólo conozco un ejemplo de este último fenómeno: el flamenco. Conozco casos de poetas cultos esforzados hasta conseguir letras aceptables para un cantaor, ¿pero se imaginan ustedes a María Callas o Pavarotti cantando flamenco? A eso me refería. Aquellos divinos podrían haber cantado fados, copla o tangos, pero no flamenco con debido duende. Del ángel, ni hablamos. Y lo dicho, entre divino y popular, este tórrido verano me quedo con Homero.
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