Habían detenido a sus colegas, pero él se negaba a abandonar el edificio y la posición que había conseguido con tanto esfuerzo. Más allá de ... las ganzúas parlamentarias, los favores y los chantajes, lo que más le consumía era convencer a la gente de lo que no era. A cada interlocutor le ofrecía la imagen más apropiada, le decía lo que quería oír, si se trataba de una intervención pública adoptaba un papel más neutro, para que no se le notasen demasiado los afectos y desafectos. Durante toda su carrera había sabido muy bien a quién tenía que arrimarse, cómo alimentar la vanidad ajena, cómo aprovecharse de la ingenuidad de los demás para vender la propia imagen.
El secreto estaba en darles lo que deseaban, porque a él lo único que le interesaba era que lo adoraran como a un ídolo. Era algo que arrastraba desde pequeño. Pero para lograrlo había que trabajar en la calle primero, conocer los suburbios, rodearte de colegas que no tuvieran escrúpulos. Había que alcanzar el fin por todos los medios. No importaba si para lograrlo tenías que ser un santo o un diablo, un liberal o un fanático, un progresista retrógrado, un populista dispuesto a sufrir el oprobio y la vergüenza, un dictador o un iluminado. Nadie sabía lo que costaba forzar una ventana para colarse en este palacio que ya, a decir verdad (extraña palabreja) no le parecía gran cosa. Ni siquiera le consolaban el cariño que había sentido de toda la banda y su apoyo ciego. No imaginaban el esfuerzo que suponía mostrarse como creían que era. Qué bueno sería disponer de un clon verdadero (otra vez la palabreja) y no de tantos personajes contradictorios, aunque todos tuvieran su cara. Si supieran cuánto había tenido que esforzarse por ellos, lo que costaba tener siempre razón, no se mostrarían ahora tan ingratos. A las masas había que orientarlas y dirigirlas, porque la gente no sabe lo que quiere, y él sí lo sabía. Hay que darle al pueblo lo que anhela, aunque no se dé cuenta.
Enardecer entusiasmos, buscar colaboradores que garanticen su obra con la opinión general, llenarse la boca de justicia y solidaridad, aplastar a ideólogos e idealistas, adueñarse de la hacienda estatal y luego hacer lo que a uno le da la gana. Pero la adulación y el aplauso corrompen a quienes los prodigan y a quienes los reciben, pensó.
No. Yo soy infalible, se dijo. ¡Soy el puto amo!, gritó. Y en ese momento, la policía echó abajo la puerta.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.