Un café filosófico en Granada
Hay que alegrarse de la existencia de cualquier ágora, es decir, de cualquier espacio en el que se le dedique tiempo al diálogo de los miembros de la comunidad en cualquiera de sus múltiples manifestaciones culturales
José María Agüera Lorente
Viernes, 2 de febrero 2024, 23:14
La civilización es lo opuesto a la barbarie. La barbarie es ese estado de naturaleza que el filósofo Thomas Hobbes describiera en su más famosa ... obra: 'Leviathan', publicada en 1651, en los albores de Ilustración. En este libro magistral su autor reflexiona sobre la naturaleza humana, el origen de la sociedad y su organización. En sus páginas encontramos una de esas citas que la tradición filosófica ha legado a la cultura universal: en su estado natural la vida de los seres humanos es «solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve». La civilización es el conjunto de recursos institucionales (artificiales, por tanto) que ese mismo ser humano, abocado por naturaleza a una existencia desgraciada, ha creado colectivamente en un prodigioso ejercicio de cooperación para lograr alejarse lo más posible y de forma permanente de la barbarie. Esos recursos institucionales conllevan la implantación de ciertos modos pautados reconocidos por la sociedad para domeñar las pulsiones más destructivas que anidan en la naturaleza humana y que, libres de todo control, conducen necesariamente hacia la pendiente de la barbarie y al inevitable despeñamiento de las más nobles disposiciones de la humanidad. Fue Hobbes precisamente quien popularizó la frase 'homo homini lupus' que sintetiza la creencia ampliamente compartida según la cual el ser humano es malo por naturaleza, un lobo para sus semejantes.
La civilización es la única forma que tiene el ser humano de salvarse a sí mismo. La etimología de la palabra nos remite, a través de su genealogía latina, al civis, el ciudadano, el miembro de la civitas, de la ciudad, al que anima en su comportamiento el civitio, el sentimiento de pertenencia a una comunidad.
Entre esos hábitos que potencian la civilización y que conviene tengan su adecuada institucionalización –es decir, su concreción en forma de hábitos practicados colectivamente– destaca de manera sobresaliente el diálogo. Más necesario que nunca en esta era de máxima sofisticación tecnológica, dominada por el algoritmo que filtra la información que penetra en las burbujas de filtro en las que cada cual crea su particular caverna de Platón a imagen y semejanza de sus prejuicios y creencias personales, potenciando así las llamadas cámaras de eco donde oímos solamente el continuo reverberar de aquello que siempre hemos pensado y persistiremos en pensar porque el verdadero diálogo ha quedado desahuciado. Esto es barbarie, confundir las sombras con el ser de las cosas, quizá no tan evidente como cuando se manifiesta a través de la violencia física y la destrucción material, pero es de su misma estofa. Porque es un poderoso tóxico que, de manera insidiosa, corroe el civitio de los clásicos, ese elemento intangible, espiritual si se quiere, que mantiene en buen estado la salud de la comunidad.
Por eso hay que alegrarse de la existencia de cualquier ágora, es decir, de cualquier espacio en el que se le dedique tiempo al diálogo de los miembros de la comunidad en cualquiera de sus múltiples manifestaciones culturales. Todos y cada uno de nosotros en igualdad de condiciones, al margen de la solemnidad de lo oficial, donde no hay otro interés que compartir el gozo de hacer algo valioso con los demás. Donde un coro canta, donde un grupo de lectores se reúne en un club literario, donde una banda de música ensaya, donde se trabaja en un taller de arte, ahí se regenera dichosamente la civilización. Lejos de los sobreexcitados dominios de los políticos y los medios, cuyas atmósferas se han tornado irrespirables de tan polucionadas por la polarización ideológica y afectiva, donde la palabra se usa para enmascarar la verdad, hay que encontrar esos preciosos espacios donde el diálogo sosegado puede recrear en nosotros el valor del lenguaje como instrumento de conocimiento y entendimiento.
Hay que felicitarse, pues, como ciudadanos que convivimos en esta ciudad por cada lugar que exista en el que se practique el hábito civilizador del diálogo. Que sea bienvenido el café filosófico que desde hace tres meses tiene lugar un viernes al mes por la tarde en La Tertulia, un local que es más que un lugar donde compartir en amigable compañía una consumición. En su interior se encuentran significativos vestigios de una parte muy valiosa de la historia granadina de las últimas cuatro décadas que ha tenido como hilo conductor ese espíritu humanista que siempre ha requerido de la experimentación colectiva de la cultura: literatura, música, arte, y ahora, filosofía.
Lejos de las viciadas formas de la academia y del rigor mortis que a menudo la acompañan lo que propone Rubén de Vera, promotor y animador de los cafés filosóficos, es dialogar a partir de una cuestión filosófica que se escoge entre las que espontáneamente son propuestas por los asistentes a cada sesión. Como botón de muestra sirva la última, que fue dedicada a la cuestión de cómo saber cuándo uno es libre. Más de dos horas pasaron como si nada, absortos todos en la recreación de lo que nos hace humanos: la reflexión, la búsqueda de la palabra que nos permita comprender la realidad, al otro y a uno mismo; el diálogo en el que, mediante el razonamiento compartido, se profundiza en la esencia casi siempre compleja y a menudo paradójica que nos define como seres conscientes que se preguntan sin poder remediarlo por el sentido de sus vidas. Es la filosofía en estado puro, sin aditamentos sofisticados, seguramente como se practicó por los primeros filósofos en su amanecer. Como se practicará siempre por cualquier ser humano elevándose por encima de su estado de naturaleza.
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