El eco mudo
«Hasta la raíz más hundida en el suelo también alumbra el brote que rompe la tierra para respirar»
José Manuel Palma Segura
Periodista y teólogo
Viernes, 18 de julio 2025, 22:53
A veces, tenemos mares internos en el que naufragan las palabras. ¿Cómo decirlo? ¿Cómo te lo explicaría? ¿Qué te diría yo para que me entendieras?... ... Tranquilo/a. No puedes. Un miedo sin nombre aprisiona tu garganta como hiedra enroscada a una columna. Es un invierno que habita en la piel, aun cuando el sol despliega sus rayos al alba.
Todo queda ahí, suspendido, como el rocío en la telaraña de una noche sin luna. Quien porta esta herida muda, mira al presente con ojos temerosos por el ayer. Te acusarán de pusilánime, débil o, incluso, cobarde. Pero tan solo quienes pasaron por la senda que tú atraviesas, comprenderán que no eres un alma que se niega a vivir, sino una brújula rota que no encuentra su camino.
¿Quién la rompió? ¿Por qué lo hicieron?... Enfrentarse a esas preguntas supone abrir las ventanas de una habitación cerrada. Aquella en la que duerme el pasado no llorado y que algunos llaman trauma. Abrir esta puerta duele, pero también sana. Y es que, hasta la raíz más hundida en el suelo también alumbra el brote que rompe la tierra para respirar y mirar al cielo. Si por ventura eres tú quien aprendió a sobrevivir, cerrando las compuertas del sentir, continúa leyendo estas líneas, donde se ocultan una lección de vida.
En la mancillada Edad Media había un convento de frailes benedictinos que se enfrentaban a la elección de un nuevo prior. Por humildad y temor, ninguno de estos hombres de Dios se decidió a tomar el relevo de quien fue sabio maestro durante cuarenta años. Así que, este anciano les propuso a todos el siguiente reto: «Mañana os traeré un problema. Quien consiga resolverlo, llevará las riendas de este monasterio».
Las especulaciones de los aspirantes revoloteaban por los pasillos del claustro con todo tipo de supuestos: «¿Será un problema de álgebra? ¿Matemáticas, tal vez? ¿O quizás el dilema de la unión hipostática de la Santísima Trinidad?». Un enigma que crecía con la curiosidad.
Al día siguiente, ante la expectación de los frailes, el anciano benedictino apareció con un jarrón de extraordinaria belleza que colocó en el centro de una mesa. «¡He aquí el problema!», señaló. Y se hizo el silencio. El ornato del jarrón capturó la atención del público, mediante las incrustaciones de piedras preciosas, bañadas en una suave pátina de oro bruñido, con una pulida cerámica que actuaba como base. Transcurrida media hora, uno de los frailes se levantó y, alzando el jarrón sobre su cabeza, lo arrojó con fuerza contra el suelo.
«¡Loco! ¿Qué has hecho?», le increpaban sus hermanos. Pero el anciano fraile tomó la palabra y les dijo: «Ha dado con la solución. Yo os dije que este era el problema. Pero ninguno hizo nada. Os limitasteis a recrearos con él. Ese es el efecto que tienen los problemas sobre nosotros: nos gusta contemplarlos, darles vueltas, comentarlos y analizarlos… Y eso no los soluciona. Es más, alimenta las sombras de nuestro pasado que nos intentan convencer de que no valemos nada. Así que no lo intentes. No vale la pena sufrir».
Este es el eco mudo que envenena nuestro presente con un pasado que no tiene más fuerza que el rencor con el que tú lo alimentes. De ahí que Cristo invite al perdón de nuestros enemigos.
No porque les hagamos un favor a ellos, sino porque supone una liberación personal. Es decirles, sin palabras: ¡tú ya no tienes poder sobre mí! ¿Te atreves a vivir?
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