Desigualdad y democracia
Tal y como decía Churchill, «la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás»
José Manuel Cassinello Sola
Miércoles, 12 de marzo 2025, 23:04
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José Manuel Cassinello Sola
Miércoles, 12 de marzo 2025, 23:04
En 1992 Francis Fukuyama, doctor por la Universidad de Harvard, publicaba el libro 'El Fin de la Historia y último hombre', en el que defiende ... que, tras las guerras mundiales y el declive del modelo de países comunistas, finaliza la dialéctica ideológica con la implantación del Estado liberal y democrático, quedando «principalmente la actividad económica» en sustitución de las ideologías anteriores. Este entorno, que iba a ser «más sosegado» y que el propio Fukuyama definió como «muy triste» al perderse «la audacia, coraje, imaginación e idealismo» que requería la lucha ideológica, se desarrollaba bajo los auspicios de la «Pax Americana» y del Consenso de Washington. A ambos se refiere Fareed Zakaria en su libro 'La era de las revoluciones': la primera, como garante de la seguridad; y el segundo, como defensor de los mercados libres. Las principales herramientas de gestión geopolítica en tal situación eran «poderes blandos» definidos por el experto en geopolítica Joseph Nye: la cultura, la diplomacia, la ayuda humanitaria… Todo ello bajo un entorno de multilateralismo, definido por las no siempre justas reglas de las principales organizaciones internacionales: la ONU, la OMC, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional…
Sin embargo, ese cierto equilibrio político y económico parece haberse roto en los últimos años. En cuanto a la geopolítica, tras una evidente orientalización de los centros de influencia y decisión, nos encontramos ante lo que parece ser una vuelta a los imperialismos y a la política internacional unilateral. La prueba más evidente es la reciente ruptura del denominado «Eje Atlántico», que ha funcionado, con importantes beneficios para ambas partes, desde la Primera Guerra Mundial hasta nuestros días. La Guerra de Ucrania, la invasión de Gaza y la amenaza china a Taiwán nos han hecho desempolvar los «poderes duros», con una reevaluación de los presupuestos de defensa en multitud de países.
En cuanto a la economía, el liberalismo en el comercio internacional se resquebraja con la vuelta a los aranceles, la deuda pública de los estados amenaza la estabilidad de la mayoría de los países del primer mundo y las nuevas tecnologías redefinen las estructuras económicas, que son lideradas por los grandes gigantes tecnológicos. Un claro y cercano ejemplo lo encontramos en Alemania, la otrora locomotora europea, que sufre por su absurda (y buscada) dependencia energética, una obsesión por la austeridad que ha llevado a una deficiente inversión pública en infraestructuras, y su tradicional apuesta por la industria pesada, hoy en decadencia.
Se intentan buscar las causas de esta situación, para tratar de encontrar posibles soluciones. Es cierto que podemos identificar como causas, aunque sean mediatas, a determinados dirigentes políticos. Sin duda Putin, Xi Jimping, Trump o Netanyahu han actuado como los catalizadores a los que se refería Thomas Carlyle, forjando la historia en uno u otro sentido. O quizás la causa podría ser precisamente la ausencia de verdaderos liderazgos internacionales que engrasen los engranajes de ese perdido multilateralismo.
Sin embargo, podemos atisbar esa causa última si analizamos la creciente desigualdad económica y social que se ha producido en los últimos años. Una desigualdad bidimensional: interna en cada país y externa en el contexto de la comunidad internacional. A ambas se refirieron las Naciones Unidas en 2015 en su Agenda 2030 sobre el Desarrollo Sostenible, estableciendo como objetivo (el número 10, de un total de 17): «Reducir la desigualdad en y entre los países».
La interna es reconocida por la propia OCDE, en su informe de diciembre de 2024 «Tendencias de la desigualdad de ingresos y su impacto en el crecimiento económico», que establece que en la mayoría de los países que en ella se integran «la brecha entre ricos y pobres está en su nivel más alto desde hace 30 años». El World Economic Forum (órgano del Foro de Davos), nada sospechoso al respecto, reconoció en un informe en 2015 que «la desigualdad es uno de los principales desafíos de nuestro tiempo», destacando que la desigualdad de ingresos era uno de sus aspectos más visibles y que implicaba a su vez una desigualdad de oportunidades.
La desigualdad externa resulta evidente en la medida en que eufemísticamente definimos países «en desarrollo» (en desuso, por despectiva, la expresión «tercer mundo») por cuanto que dependen de ayudas externas, con unos índices elevados de pobreza. Resulta interesante el análisis de los recientes premios Nobel de economía Daron Acemoglu y James A. Robinson, en su libro 'Por qué fracasan los países', respecto a la causa de esa desigualdad: «Salvo contadas excepciones, los países ricos actuales son aquellos que se embarcaron en el proceso de industrialización y cambio tecnológico que empezó en el siglo XIX, y los pobres los que no lo hicieron».
Siendo evidente la desigualdad, tanto interna, como externa, resultan también evidentes las consecuencias que ésta genera: la desigualdad provoca la polarización de la sociedad, ésta implica la proliferación de populismos (tanto de derecha, como de izquierda), que a su vez provocan una pérdida de eficacia de la democracia. La desigualdad entra en conflicto con las reglas igualitarias que rigen el sistema democrático.
Y es que una sociedad desigual y polarizada busca alternativas radicalmente reformistas o, incluso, revolucionarias. Esto provoca a su vez el nacimiento de partidos políticos, de cualquier espectro, dispuestos a abanderar ese radicalismo y que, aunque sea de forma minoritaria, consiguen una representación democrática más o menos amplia en función del sistema electoral de cada país. Estas representaciones radicales minoritarias, en muchos casos, implican la necesidad de coaliciones de gobierno por las que se exigirán compensaciones (representadas en leyes o meras acciones de gobierno). Al final nos encontramos con que los partidos gobernantes (mayoritarios) se ven forzados a cesiones a favor de partidos más radicales, lo que acaba provocando que la acción de gobierno de los partidos en el gobierno sea radicalmente diferente a la de aquellos que no gobiernan, y ello, incluso cuando la diferencia en número de votos entre unos y otros (gobernantes y o posición) pueda ser mínima. Se gobierna por unos, en contra de los otros.
Incluso en países como EE UU, claramente bipartidista, la fuerte polarización ha provocado que personajes como Trump, que no representa genuinamente los valores el Partido Republicano, consiga vencer en los «caucus» y primarias e imponerse a los verdaderos valores de dicho partido. El resultado: habiendo ganado las elecciones con 77,3 millones de votos, con una diferencia sobre Harris de poco más de 2,2 millones de votos (que representan un 1,5% del total de votos emitidos), es probable que Trump gobierne de forma radicalmente diferente a como defienden los votantes de Harris, que son nada más y nada menos que 75 millones. Medio país, frente al otro medio. A esto se refería el periodista de la CNN Fareed Zakaria: «Alrededor del mundo, esto ha desestabilizado las viejas coaliciones de izquierda y derecha, redefiniendo cómo nosotros entendemos la política».
Tal y como decía Churchill, «la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás». Buena prueba de esas ineficiencias del sistema democrático la encontramos cuando opera sobre una población con crecientes desigualdades, polarizada y abierta a populismos y opciones radicales. Al margen de hacerlo por simple justicia social, reduciendo la desigualdad, mejoremos el funcionamiento de nuestras democracias.
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