La importancia de ser nación
Ni siquiera el voto unánime de todos los diputados y senadores permitiría el reconocimiento jurídico-constitucional del País Vasco y Cataluña como naciones. Sin reformar la Constitución, no
José Luis Martín Moreno
Jurista y escritor
Sábado, 28 de octubre 2023, 22:24
«Ser nación sí importa». Con ese lema hizo campaña el Partido Andalucista (PA) en el referéndum del 18 de febrero de 2007, pidiendo a ... los andaluces que votaran 'no', es decir, que rechazaran la reforma del Estatuto de Autonomía, porque Andalucía debía ser nación para no ser menos que vascos y catalanes, nación para ser iguales, nación para conseguir un nuevo estatus político con más derechos, más competencias y más financiación. Pero los andaluces no quisieron ser nación y votaron 'sí' a una reforma estatutaria leal con la Constitución, que reafirmó la singularidad y la identidad del pueblo andaluz como «nacionalidad histórica», reconocida en el artículo 1 del Estatuto de Autonomía de Andalucía, «en el marco de la unidad de la nación española y conforme al artículo 2 de la Constitución». ¡Impecable! Prevaleció así el ideal andalucista plasmado en el escudo de Andalucía: «Andalucía por sí, para España y la Humanidad». El tiempo ha demostrado que la defensa del interés general y la solidaridad, así como la lucha de Andalucía contra las desigualdades y privilegios, constitucionalmente prohibidos, puede asegurarse desde su identidad como «nacionalidad histórica».
Desde el punto de vista subjetivo, parece innegable que una parte de los vascos y catalanes y gallegos tienen sentimiento de pertenencia nacional, lo que Renan llamó «conciencia nacional» o voluntad de ser nación. Y nada impediría, como ha dicho el TC, hablar de la nación como una realidad cultural, histórica, lingüística, religiosa y sociológica (rasgos que destacan Hegel y Herder, entre otros). Ahora bien, nación en el sentido jurídico-constitucional del término solo hay una, como ha declarado el TC. En efecto, «en ese específico sentido la Constitución no conoce otra que la Nación española» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 12) y es la propia CE la que atribuye la titularidad de la soberanía nacional, con carácter exclusivo, al pueblo español (art. 1.2), unidad ideal de imputación del poder constituyente y fundamento y origen de cualquier poder político (SSTC 12/2008, de 29 de enero, FJ 4; 13/2009, de 29 de enero, FJ 16; y 90/2017, de 5 de julio, FJ 6). Aun sabiéndolo de sobra, los partidos nacionalistas e independentistas volvieron a la carga un cuarto de siglo después de la aprobación de la CE, pretendiendo que el País Vasco y Cataluña fuesen reconocidos como nación sin reformar la CE. Primero fue el llamado Plan Ibarretxe, traducido en una propuesta de reforma estatutaria (¡quién lo diría!) manifiestamente inconstitucional. En ella se postulaba una comunidad vasca libremente asociada al Estado español como expresión del derecho a decidir de la «nación vasca» (en román paladino, un Estado confederal). El pleno del Congreso de los Diputados rechazó su tramitación de manera contundente (2 de febrero de 2005).
Después vino la propuesta de reforma del Estatuto Catalán que definió a Cataluña como una nación. Con este nuevo traje, la propuesta fundamentó 'también' el autogobierno de Cataluña en los derechos históricos del pueblo catalán. El Estatuto finalmente aprobado (19 de julio de 2006) define a Cataluña como «nacionalidad», pero la STC 31/2010 tuvo que aclarar que carecen de eficacia jurídica interpretativa las referencias de su preámbulo a «Cataluña como nación» y a «la realidad nacional de Cataluña».
Transcurrido casi medio siglo desde la aprobación de la CE, los resultados de las elecciones generales del 23J han obrado el milagro ansiado por nacionalistas e independentistas. Se les ha aparecido la diosa Ocasión, aquella a la que pintan calva, y no piensan desaprovecharla. El lehendakari Urkullu se ha sacado de la chistera una «convención constitucional» que permitiría, sin reformar la Constitución (¡caramba!), convertir a España en un Estado plurinacional, otorgando la «capacidad de decidir» al País Vasco, Cataluña, Galicia y Navarra. En la misma línea, Andoni Ortuzar, presidente del PNV, ha declarado que «amarrará» las negociaciones para que Pedro Sánchez reconozca a Euskadi como nación y facilite un «nuevo estatus vasco» que actualice el Estatuto de Guernica. Y los independentistas catalanes exigen a Pedro Sánchez el «reconocimiento de Cataluña como nación», para apoyar su investidura, aunque se ha filtrado que Junts aceptaría el término «minoría nacional» (esperemos que no haya sido ideado para construir después el relato de la «minoría oprimida» y justificar un referéndum de autodeterminación). Puede que unos y otros se estén frotando las manos, pensando que el que la sigue la consigue, pero ni Pedro Sánchez ni el sursuncorda pueden saltarse la Constitución. Ni siquiera el voto unánime de todos los diputados y senadores permitiría el reconocimiento jurídico-constitucional del País Vasco y Cataluña como nación. Sin reformar la Constitución, no. Déjense de ocurrencias y disparates. Al que tienen que convencer no es a Pedro Sánchez, sino al pueblo soberano, dado que estamos ante una cuestión fundamental resuelta en el proceso constituyente y sustraída a la decisión de los poderes constituidos. Aunque sea contumazmente, es legítimo, esto sí, que los mentados partidos reivindiquen un estatus político nacional para Cataluña y el País Vasco, pero solo hay un camino, la reforma de la Constitución por el procedimiento agravado del artículo 168. En efecto, mutatis mutandis, resulta aplicable aquí la STC 103/2008, de 11 de septiembre, en la que se deja claro (FJ 4) que: «El respeto a la Constitución impone que los proyectos de revisión del orden constituido, y especialmente de aquellos que afectan al fundamento de la identidad del titular único de la soberanía, se sustancien abierta y directamente por la vía que la Constitución ha previsto para esos fines. No caben actuaciones por otros cauces ni de las comunidades autónomas ni de cualquier órgano del Estado, porque sobre todos está siempre, expresada en la decisión constituyente, la voluntad del pueblo español, titular exclusivo de la soberanía nacional, fundamento de la Constitución y origen de cualquier poder político». Sépase también que no es cuestión de romanticismos. A ERC, Junts, PNV y Bildu les importa mucho la chicha de «ser nación». Quieren que Cataluña y País Vasco se calcen las botas de las siete leguas, estrenar las botas de nación para dar pasos de gigante y dejar atrás el «café para todos». Aparejado a su reconocimiento como nación iría un nuevo sistema de financiación para Cataluña, al estilo del vasco. De hecho, si las Cortes no hubieran modificado la propuesta de reforma de su Estatuto en 2006, Cataluña habría dispuesto de capacidad normativa y habría asumido la gestión, inspección y recaudación sobre «todos y cada uno de los impuestos estatales soportados en Cataluña», y habría regulado la aportación catalana a los gastos del Estado y a la solidaridad, saliendo del sistema de financiación de las comunidades autónomas de régimen común. Puigdemont y los suyos reclaman ese poder tributario y, a ojo de buen cubero, cifran en 450.000 millones la deuda del Estado con Cataluña. ¡Ea, por pedir que no quede! Quieren resolver el problema de la nación y sus dineros asumiendo la soberanía tributaria en un Estado plurinacional. Es la importancia de «ser nación», un estatus que no puede alcanzarse sin una reforma constitucional por el angosto camino del artículo 168 de nuestra Carta Magna, que desemboca en un referéndum de ratificación al que está llamado el pueblo español. Mientras tanto, estaremos ante una pretensión que choca frontalmente con la norma constitucional que proclama que «la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas» (art. 2 de la Constitución). Que no se olvide ello a los ignotos negociadores.
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