El mundo sonoro
El mundo sonoro soporta un tráfico de cuerpos extraños cual meteoritos desprendidos de cuerpos 'celestes' que, desnortados y sin guía, circulan presuntuosos por la nada del vacío en pos de su órbita, ajenos a la posibilidad de estrellarse y generar su personal ruina
Se ha dicho que somos capturadores de la lógica, unas veces con la razón, otras con la intuición, y en el mejor de los casos ... con la combinación de ambas. Frecuentemente lo que nos debería unir nos separa y lo que nos debería separar nos une. Con la música sucede algo semejante pues es arte refinado y alambicado, y también inestable como suelo sísmico, e impulsa a numerosos oyentes a trazar implacables líneas rojas a toda expresión que no haya roto con modelos del pasado, aunque sea de anteayer, en busca de la originalidad cueste lo que cueste, fracaso incluido. Vivir con los tiempos es objetivo loable, pero ¿qué tiempos y de quiénes, en una sociedad fragmentada, hiperautónoma, alejada de vértices y centros, igual que la nuestra? Además, pocas lumbreras dan los siglos. La frustración reina.
El mundo sonoro soporta un tráfico de cuerpos extraños cual meteoritos desprendidos de cuerpos 'celestes' que, desnortados y sin guía, circulan presuntuosos por la nada del vacío en pos de su órbita, ajenos a la posibilidad de estrellarse y generar su personal ruina. La música, lo mismo que tantos dones naturales, es hija de la genética que facilita caminos, abre puertas, otorga laureles… y lo contrario. Por eso frecuentemente la arrogancia es necedad. El trabajo no es mérito. Es el precio a pagar por ser humanos. Decía Diderot que él era músico por voluntad del 'Destino', en cambio otros jamás sabrían qué son los cantos más bellos.
He leído una reflexión de Alain, 'El hombre de piedra' –'Veinte lecciones sobre las Bellas Artes'– en su libro 'Spinoza' que incluye esta máxima de Goethe: «Todo hombre es eterno en su lugar»», si ha desechado pensamientos de perturbadora mercadería. «Rechaza ser espuma de una ola o un remolino de corta duración o una de esas nubes de humo que conservan por unos instantes su forma», argumenta Alain. Creer en la propia 'eternidad' lleva consigo no doblegarse a viento alguno que no sea el que conduzca a la particular identidad, e ignorar la perfección ajena. Y recuerda que Descartes no se consideraba modelo a imitar, «tan sólo explicaba cómo había liberado su espíritu». Los egregios nos aconsejan: «No seas como nosotros, sé tú mismo».
Creo que la grandeza surge cuando se compone la música que se anhela en cada momento: desde la 'radicalidad' de los años cincuenta y sesenta a la del sereno y humilde sabedor de la existencia de fronteras del conocimiento. La música nos dice que un escaso número de compositores ha conseguido rozar su túnica. La mayoría vivimos pendientes de no confundir apariencia con realidad, como en el lienzo de Matisse 'Ceci n'est pas une pipe', y dichosos por nuestra decorosa inmanencia, abrazados al inevitable y honroso «lasciate ogni speranza».
La denominada música contemporánea sigue distanciada del público habitual. Sartre subrayó lo siguiente: «La música se ha convertido en un arte que se basa en una técnica compleja, es un hecho reprobable pero es un hecho, al fin, que necesita un público especializado. En resumen, la música moderna exige una élite, y las masas trabajadoras no. ¿De qué forma resolver este conflicto?». El autor de 'El ser y la nada' toca un asunto, en mi opinión sin solución, envuelto en contradicciones. Pues de uno u otro modo se refiere a una élite que es inherente al arte complejo, como acercarse al pensamiento, concretamente al del propio Sartre. Existe la llamada filosofía del pueblo, pero la filosofía, lo que se dice filosofía, es para inteligencias superiores. Guste o no. La pregonada igualdad se esfuma. Y con ella la abrumadora demagogia.
Pero reiteremos la pregunta de ayer: ¿Somos todos pueblo? Si es afirmativo, ¿a qué clase pertenecemos? ¿Y cuántos al pueblo 'llano'? La cultura es polifacética y está en continuo movimiento: retroceso, progreso o vaivén. De las «Luces» se pasa imperceptiblemente a las sombras, aunque el mundo soporte sobre sus hombros el peso de miles de libros escritos por mentes privilegiadas. Pretender que el público en general sintonice con la música de nuestro 'tiempo', principalmente la extrema, es una quimera. Nos separan más de cien años desde que irrumpió un concepto radical de composición musical, de ruptura con la música 'confort', y nos encontramos en un atasco de novedad sin aparente salida mientras el tiempo marcha aceleradamente. Las grabaciones discográficas han ayudado a conocer nuevos mundos sonoros, sí, pero la música es para oírla en vivo y vivos. Evitaré referirme a compositores españoles en la siguiente pregunta: ¿Se incluyen en las programaciones de temporada obras de Berio, Boulez, Cage, Celsi, Donatoni, Ferneyhoug, Henze, Nono, Sciarrino, Stockhausen, Xenakis…? Se ha dicho que cierta cultura hay que pagarla con subvenciones y taquilla. No es fácil el equilibrio en este binomio. Cualquier estilo de música sufre contestación, desde el canto gregoriano y la polifonía hasta el serialismo y otros 'ismos'. La variedad de sonoridades surgidas requiere no poca disciplina mental.
Parte de la música del siglo XX y XXI es decadencia y caos para unos; progreso para otros. El resto se une a Marx cuando afirma: «En la historia como en la naturaleza, la podredumbre es el laboratorio de la vida». Sin olvidar a los que no opinan, o sí, y asisten a los conciertos. Todavía hoy se preguntan no pocos qué pueden hacer con una ópera que tras escucharla son incapaces de tararear melodía alguna. «¿Qué quedará de todo el mundo sonoro?», se preguntaba Thomas Mann en 'Doktor Faustus'. Creo que, aunque de otra manera, algunos nos preguntamos algo similar. Y no sabemos para qué.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión