Lenguas de fuego
José García Román
Viernes, 22 de agosto 2025, 22:56
La frivolidad de no profundizar y por tanto aplicar lecciones de una historia excesivamente locuaz, pero de casi nulo aprendizaje, y tantas veces en manos ... de fuentes manipuladas, es constante de nuestra civilización, aficionada a suprimir páginas en función de odios o ideologías. La devaluación de la palabra está al nivel de monedas de cobre que brillan por las luces de la feria de cada día y las lenguas de fuego.
Los gobernantes de grandes quilates deberían ir siempre acompañados de mangueras para sofocar cualquier conato de llama, pues su misión primordial es cuidar el patrimonio humano, cultural y natural más allá de ideologías incendiarias. Se gobierna para todos, pero no todos servimos para ocupar puestos de responsabilidad que llevan consigo sufrimiento, privaciones, insomnios, ingratitudes, pérdidas de amistades, rechazos. Un alto precio. En relación con tal compromiso, recordaba Zweig que «todos, ocupados en su pequeña política de campanario, descuidan su honor y el juramento prestado». Y mientras, campa por sus respetos la música obsesiva de la igualdad de derechos, lo agradable. ¿Y las obligaciones, tan desagradables? La frase «quien la hace la paga» queda bien en el guión de la trillada utopía.
Se han aliado con las altas temperaturas pirómanos, incendiarios, 'nerones' de película de nuestra Hispania no tan fecunda, con bocas de fuego cual dragones infernales, personajes de leyendas. En este tiempo de inmensos campos de hogueras son indispensables cámaras acorazadas con tanques de agua de decencia que asfixien llamas voraces y salven vidas y haciendas. Y es inexcusable también un castigo proporcional a la ruina provocada en seres humanos, ganado, viviendas, aperos de labranza, con el fin de evitar que los incendiarios vuelvan a la calle como si no hubiese ocurrido nada, sin haber experimentado el sudor de la repoblación a causa de la destrucción voluntaria y perversa. De dolor y arrepentimiento, ni hablamos.
Dice el admirado intelectual Zweig en la conclusión de su soberbio ensayo 'La conquista de Bizancio', que «en la Historia, como en la vida del hombre, el lamentarse no devuelve una ocasión perdida. En miles de años no se repone lo que se pierde en una sola hora». Reflexión que todo gobernante debería tener escrita en su despacho y grabada en su mente. No haría falta tanta palabra ni afanes para conseguir el objetivo de una sociedad más feliz, defendida de virus camuflados, usando la cirugía que fuese menester, con medios avanzados, convincentes y persuasorios, incluidos correctivos y escarmientos, y así proteger los valores y el patrimonio conquistados durante siglos. Y, como siempre, el consuelo de la esperanza de repoblación, sin trucos de cambio de usos ni otras 'renovaciones' demasiado adheridas al bolsillo del corazón, unido a una necesaria y profunda reflexión sobre el Estado de las autonomías y aquellos fervores con buenas y ocultas intenciones, y la rectificación que procediera a tenor de las experiencias ya sufridas.
Somos muchos los que lloramos por los fallecimientos de ciudadanos ejemplares, por la muerte de animales, por las pérdidas de propiedades, por la madre naturaleza esquilmada de nuevo por la irracionalidad más ruin. Hay una España madura, con angustia contenida, que lleva sobre sus hombros sufrimientos propios y ajenos, 'refrescándose' como puede, consciente de realidades que calcinan parte de un mundo enzarzado en la banalidad y la ausencia de crítica. Un mundo con expresivos apretones de manos no precisamente inocentes, responsables directos o indirectos de muertes de todas las edades, cuya imagen es anhelada para el álbum fotográfico de la posteridad familiar, cuando todo sea humo de fantasía coloreada. No pocos sentimos la tentación de pegarle fuego a nuestras películas como en aquella escena del film 'The Artist'.
Yo no conocía la palabra 'arsonista'. De las dos acepciones que se ofrecen, me quedo con ésta: «aquel que tiene una fascinación por el fuego, no influenciado por la malicia ni la locura; una admiración sana…», a modo de seducción por llamas vivas interiores. Pero si debo incluir también «que incendia con premeditación, por afán de lucro o por maldad», entonces envío la palabra al horno para que se consuma.
En estos días me pregunto: ¿Soy un incendiario pasivo que no acudo como voluntario a apagar fuegos o a colaborar en los trabajos más que 'forzados', mientras los que han 'forzado' el destrozo no sufren la pena de la obligada repoblación forestal y recuperación de espacios naturales, compensando el costo económico que significa la cárcel –los que vayan– (treinta o cuarenta mil euros en prisión, por año, a cargo del Estado), con garantía de derechos humanos, aunque los de otros, naturaleza incluida, no sean respetados? No tengo respuesta. Mienten demasiado envalentonadas lenguas que defienden sus posesiones con «sorda indiferencia» ante el «fatal poder destructor» (Stefan Zweig).
Cenizas de desolación, vidas truncadas, arboledas transformadas en carbón alzan su voz sin aire que las meza y musitan sin aliento un brindis en estas sobrecogedoras noches: ¡Fértil soledad para la selva y los bosques, y sosegada habitabilidad para los campos! Nuestras lágrimas serán los primeros fertilizantes. Concluyo con estos cautivadores versos de Juan Ramón: «Estoy completo de naturaleza, / en plena tarde de áurea madurez, / alto viento en lo verde traspasado».
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