'El ingrato esfuerzo de pensar'
José García Román
Viernes, 25 de julio 2025, 23:23
Álvaro Silva, en el comentario a las últimas cartas de Tomás Moro, dice que «la verdad no protege a nadie frente al poder desnudo y ... tiránico de la fuerza bruta, venga con apariencia de ley o sin ella». Tal fuerza bruta no siempre aparece con descarada bestialidad. Posee medios y no pocos para camuflarse, como la verdad manipulada, consiguiendo que pierda la luz y la fortaleza que le es inherente y le da vida, y da paso a la mentira que va de máscaras todo el año ya que es especialista en disfrazarse.
Y esto conduce a una anemia del pensar, esencial para el compromiso que implica abrazar responsabilidades y obligaciones, y sus consecuencias. Lo contrario nos lleva a cierta degradación del ejercicio del poder que tanto daño hace por su tendencia al dominio y la distancia. Para Nietzsche el significado sublime del poder es la «autoperfección así como dominación externa, política, elitista y aristocrática». Aunque su entidad tenga que ver con la supervivencia que en unos lugares se llama bienestar y en otros subsistencia. Que la responsabilidad es compañera inseparable del ejercicio de dicho poder, nadie lo discute; tampoco sus motivaciones orientadas a dignificar la vida individual y social.
Cuestión bien distinta es el poderío como capacidad de «influir, controlar o dirigir las acciones de otros», sea a través de la fuerza, la persuasión, la autoridad o el conocimiento de estructuras a fin de promover ascendientes y ser un estimable medio para alcanzar ciertos fines, y no un fin en sí mismo capaz de crear sistemas opresivos y represivos o impedir cambios sociales necesarios.
Las palabras que preceden al poderío están enamoradas del carnaval. Nuestro lenguaje diario, influido por el lenguaje político, procura que no se cuestionen ciertas decisiones, fomentando que no preguntemos o que no nos preguntemos, todavía peor. Es decir: que no pensemos, pues es nefasto ejercicio y genera frustración. Una nación de sólidos principios éticos e intelectuales se apoya en los cimientos de los 'porqués', ya que sin éstos no existe el Estado democrático con normas que puedan comprenderse y cumplirse, en ocasiones revestidas de palabrería aparentemente valiosa aunque la delate la quincalla. Están de más palabras y puestas en escena con apariencia de ingenio y reflejos, y el ánimo de expresar apoyos a ideales que no son tales. Las palabras son vanas si no van acompañadas de los hechos, sus auténticos notarios. Son las mejores intervenciones, los mejores discursos, las mejores arengas, la auténtica vanguardia de la batalla de cada día que se libra en nombre de los pueblos.
Sobran palabras, sobran pinganillos, sobran traductores e intérpretes, sobran poses y faltan hechos que hablen por su propia realidad; y también autolapidaciones y autocrítica. Nada más y nada menos. Y lo primordial: guardar respeto a la inteligencia como seres pensantes. Las actuaciones hablan por sí solas, igual que la cosecha de los campos o la acción social, creativa e intelectual; actuaciones que frecuentemente se llevan a cabo de espaldas a los sin voz convirtiendo las urnas en mero símbolo no precisamente convincente. Es que la palabra democracia, deteriorada o degradada, se ha instalado en el lenguaje general habiendo perdido su brillo constitutivo y sustancial: ser transparente como agua cristalina.
Consultar a la ciudadanía asuntos fundamentales es la esencia de la democracia. Si es que se cree en el voto de esperanza, ilusión y confianza depositado en las urnas. En los parlamentos se cultiva demasiado el desapego y la lejanía de lo que debería ser el genuino sentido de su existencia: tomar el pulso a la población, sin distinción de siglas ni ideologías. Lo único que ha de importar es el ser humano y la vida que le rodea y le alimenta al amparo de una justicia sin adjetivos.
La voz de la calle está asordinada, reflejo de cierto desencanto por la carencia de apoyo en tantas reivindicaciones aburridas de innumerables atardeceres. El ruidoso aplauso se ha devaluado, tan fugaz como los minutos del reloj de nuestras vidas. No se advierte la voz en la campana neumática de la representación de 'la' (toda) ciudadanía. Sí un silencio discrecional. Se perciben excesivas ansias de fama, notoriedad y dinero, síntoma de una bajísima autoestima que recuerda el complejo de Eróstrato, quien en el año 356 a. C., incendió el templo de Artemisa, considerado una de las Siete Maravillas.
¿Alguna vez nos hemos preguntado si las palabras que usamos dicen la verdad? ¿Y si lo que nombramos no revela la realidad, sino que la inventamos? (Wittgenstein). Es indispensable cuestionar lo que se nos dice y por supuesto lo que se nos promete, o jura, lo que decimos y nos decimos. ¿Qué es la democracia, si no? La situación que vivimos a diario poca relación guarda con una democracia de fiabilidades, certidumbres y urnas vivas.
Alerta el poeta, dramaturgo y filósofo F. Schiller, autor de la 'Oda a la alegría', asido de la trilogía razón, libertad y moralidad, acerca de la dejación de nuestra función principal: «Felices de ahorrarse el ingrato esfuerzo de pensar, dejan con gusto que otros tutelen sus ideas» (Carta VIII).
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