El 'doctorado'
Percibir la medida de la propia ignorancia (Platón) es fuente de magisterio y discipulado. ¡Cuántos deseamos ser 'doctores'! y seguramente no lo vamos a conseguir por la zancadilla que llevamos dentro, heredada o adquirida, y por no mirar los obstáculos del camino
José García Román
Viernes, 9 de febrero 2024, 23:46
Es loable obtener el título de doctor aunque sólo sea por el honor de alcanzar tal cumbre tras un proceso de reflexión, trabajo y lectura. ... Mas el genuino doctorado tiene sentido en las aulas, en instituciones y en empresas donde se sirve a la inteligencia. También es vacuna que parte del socrático conocimiento de sí mismo y del compromiso con el testimonio del sacrificio y la renuncia.
Explorar dicho conocimiento, propio y ajeno, reflexionar y aportar experiencia son veneros necesarios en el cultivo de nuestra vida. En ocasiones el 'eureka' brota de un modesto arroyo capaz de insospechadas conquistas con una aportación al crecimiento vegetal y la riqueza de la tierra. ¿Quiénes pueden permitirse ofrecer 'ex novo' un caudal de estudios con datos que provoquen natural asombro?
A veces el engallamiento conduce al ridículo, como le sucedió al joven Ortega en su encuentro con el filósofo Heidegger quien lo fulminó en unos segundos. Es aleccionador lo que se lee en 'Coloquios de Palatino y Pinciano', del siglo XVI: «El primero y postrero grado del saber es pensar cada uno que no sabe nada». Existía la costumbre de vejar públicamente al nuevo laureado 'triunfador' para rebajarle los humos.
Pretender emular a las gigantescas secuoyas en un ataque de arrogancia y no conformarse con ser árbol, arbusto o junco que se tuerce con la brisa, consciente de que no va a troncharse por mucho que se empeñe el viento en cimbrearlo, o el huracán en doblarlo para siempre, o el tornado arrancarlo y llevárselo en su espiral de torbellino, es una pérdida de tiempo. El insignificante junco que seguirá enhiesto, sin actitud presuntuosa, con la fortaleza del débil y la debilidad del fuerte, es ejemplo útil para cuando soñamos con formar parte del bosque amazónico o de la selva negra. Los árboles atraen los rayos, en cambio el junco zarandeado sólo espera pacientemente que pasen las tormentas, porque, agotadas sus energías, todas se marchan.
No estamos necesitados precisamente de contenedores repletos de condecoraciones, honores y distinciones; sí de saberes –con títulos o sin ellos–, pero principalmente de buenas personas que dan oxígeno a nuestro mundo.
Percibir la medida de la propia ignorancia (Platón) es fuente de magisterio y discipulado. ¡Cuántos deseamos ser 'doctores'! y seguramente no lo vamos a conseguir por la zancadilla que llevamos dentro, heredada o adquirida, y por no mirar los obstáculos del camino y andar obsesionados con las estrellas. Es desolador irse de este mundo sin el máximo grado de la humanidad.
No se es más, sí tal vez menos, por haber contemplado el abismo desde la cima escalada tras años de pensamiento y cavilación, a sabiendas de que el desprecio es un autodesprecio, la autosuficiencia una humillación, y lo peor: la ignorancia de la ignorancia, una ruindad. La intelectualidad tiene escasa relación con el viento que sale de paseo, levanta polvaredas, zarandea árboles y plantas, rapta paraguas, hace ruido y, satisfecha su vanidad, vuelve a casa para seguir de la misma manera, de la mano de la calma y el aura de la corrección más incorrecta. Importa conocer los límites de la naturaleza humana, la fragilidad de su discernimiento y la fantasía de sus falsos destellos. Según se dijo en aquella Atenas del pensamiento: «Podemos perdonar fácilmente a un niño que siente miedo de la oscuridad; la verdadera tragedia de la vida es cuando los hombres tienen miedo de la luz».
Hay tareas de primer orden que las minusvaloramos: sin el auxilio de un bombero podríamos desaparecer del mapa; sin la labor de quienes recogen las basuras estaríamos amenazados por pandemias y contagios; sin los comercios que nos hacen más fácil la vida, sufriríamos el caos; sin el altruismo y la generosidad personificados, la convivencia se haría imposible… Es cierto que unos preparan los focos y otros brillan con la luz de estos. No obstante hemos de tener cuidado al jerarquizar la utilidad de la inutilidad, como en muchos momentos se desprende de una humanidad deshumanizada, de luces de mínimo vataje. ¡Cuántas utilidades inútiles! Y ¡cuántas inutilidades útiles!
No estamos necesitados precisamente de contenedores repletos de condecoraciones, honores y distinciones; sí de saberes –con títulos o sin ellos–, pero principalmente de buenas personas que dan oxígeno a nuestro mundo. Y por supuesto del calor de la familia, la sapiencia del médico y de tantas profesiones, y las atenciones del amigo. Si es imprescindible el doctorado para optar a una plaza docente en la universidad, en la muerte es requisito indispensable para concluir luminosamente el curriculum vitae, la auténtica carrera, con la 'tesis' que nunca estará en los anaqueles de las librerías. Mejor así, pues no saldrá a los pocos días camino del reciclaje. Una sociedad doctorada en 'ética' es esencial en la universidad de la vida.
Deseo ser doctor, aunque sea con un decoroso aprobado raspado, pues el 'summa cum laude' está reservado para los que «sólo saben que no saben nada». Anhelo ser doctor a la hora de marcharme de este mundo. Me refiero al doctorado que nuestra conciencia certificará cuando nos cierren los ojos al morir, cuando el libro de nuestra existencia sienta el estampar del sello 'finis coronat opus' en su última hoja, cuando ya no sea posible pronunciar una palabra, dirigir una mirada, cuando las puertas hayan desaparecido y todo sea un túnel de luz. Somos doctorandos, menores de edad incluidos. ¿La calificación final? Corresponde al Tribunal de la Decencia.
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