En clave de Sol
José García Román
Viernes, 30 de mayo 2025, 23:30
La clave de Sol es símbolo que trasciende nuestro particular universo, que da vida y propicia que la naturaleza sea enigma de bellezas aunque se ... desate en sus extremos mediante su devastadora potencia que deja en ridículo la soberbia de quienes no ven más allá de sus narices mentales. Pero también es la primera clave que se aprende al inicio del estudio de la música; después vienen la de Fa, la de Do en tercera, en cuarta… generando no poco desconcierto al simultanearlas. Sin embargo existen otras 'claves' invisibles e imprescindibles para comprender, valorar y admirar en profundidad el cosmos de la creación musical, de los músicos y los oyentes, demasiadas veces en un limbo de mensajes contradictorios o ingrávidos semejantes a sueños ni siquiera en noches de verano.
Cuando se habla de 'la' música sobrentendemos con razón que es la escrita por los compositores de cumbres, inconscientemente ávidos de traspasar fronteras asumiendo el riesgo de salirse de su órbita. No es preciso confeccionar una lista de los eminentes pues quedarían excluidos algunos. Pero sí señalar a tres con el fin de que ellos nos hagan la relación con plena garantía. Los primeros nombres que llaman a mi puerta son: Johann Sebastian Bach, Wolfgang Amadeus Mozart y Ludwig van Beethoven, luz imperecedera en el orbe de la música que se apagará al final del tiempo.
¿A quiénes importa esto? Seguramente a muy pocos, porque cada uno tiene sus obras predilectas en función de conocimientos, sensibilidades y proximidades al enigmático mundo de los sonidos. Mas viene bien fijarnos en tales 'soles' aunque sea con gafas muy oscuras para no quedar cegados con su ardiente y sobrehumano fulgor. Y además marcar señales de respeto a quienes la igualdad y la camaradería en exceso les incita a hablar de «nosotros los compositores», «nosotros los músicos», cuando en realidad tan sólo somos sombras ante quienes nos han ofrecido el codiciado «fuego de los dioses». Los citados compositores, y demás insignes, nos dan calor y vida cada día y cada noche en el momento en que nos asalta la punzante duda de la inseguridad. Duda que es maestra imprescindible y compañera inseparable de nuestro vivir, y potente apoyo para evitar injusticias afectas a la altivez humana que deserta de la verdadera disciplina, abandona la vital lucidez y fomenta cercanas lejanías a cambio de cálidos aplausos y parabienes deseados.
El escepticismo en asuntos como la ambicionada posteridad por quienes son o fueron, se creen o se creyeron, desean o desearon ser importantes, es signo de madurez, extraña a cualquier diseño de personales olimpos donde habitan los ansiados honores en una atmósfera sin atmósfera, en un espacio sin espacio, en una pesadilla de fantasías. El Festival Internacional de Granada ha conseguido ahuyentar humos pretenciosos, fomentar filtros en la audición, sosegar la pasión del aplauso y dotar de dignidad al silencio musical, concluida la interpretación de la obra. Hemos aprendido a sentirnos pequeños ante grandezas que hablan por los sonidos. Las estrellas que se asoman al Palacio Imperial en las noches de Festival nos lo recuerdan. Me refiero a las que nos mostraron su resplandor, precursor de inmortalidad, cuando nos visitaron y por ley de vida emprendieron su viaje en pos del lugar reservado para ellas, decididamente anónimas en la inmensidad del firmamento.
En no pocas noches, al dirigir mi mirada hacia las estrellas mientras disfrutaba del concierto, volaba mi imaginación y creía ver asomados al tejado de nuestro Palacio tantos músicos egregios con su recuerdo armonioso y silencio elocuente, acompañados de legiones de ecos rememorando noches de íntima fantasía granadina, abducidas por la memoria del tiempo.
Dijo Ernest Ansermet hace ochenta años que «toda creación estética lleva consigo una determinación ética, una elección, un proyecto; pero dicha determinación adquiere en la música una consistencia particular». Si yo estuviese dictando una conferencia y citara esa frase, desearía que el silencio más expresivo tomase asiento junto a mí. ¡Qué mejor compañía! La música verdadera interroga, examina, sondea, indaga y exige respuesta. Respuesta que hemos de dárnosla nosotros. Inclusive en el 'divertimento', que también forma parte de nuestras vidas. Hay una frase de Claude Debussy que al recordarla incrementa mi admiración hacia este compositor de insólitas y fascinantes sutilezas, que refleja de algún modo la «manera de ser en el mundo» revelada en sus obras. Dice así: «Mi música está hecha para mezclarse con los hombres y con las cosas de buena voluntad».
En cierto sentido, nuestra existencia está supeditada al 'Sol' de la música: 'clave' que da nombre a las 'notas' que se encaraman en los pentagramas de nuestras vidas pues quieren vivir, sonar, ser escuchadas. Nos movemos en los 'tendidos eléctricos' cual pajarillos que bordan melodías, sabiendo que los pentagramas sociales de hoy, como cuerdas flojas están a merced de los vientos, cuando no vendavales, que privan de identidad y fomentan insoportables desafines. Y encima estamos faltos de afinadores pues somos muchos los desafinados en un ambiente envilecido, deseoso de darnos a conocer lo antes posible nuestra personal y definitiva corrupción. Dejemos que la muerte haga su trabajo en paz.
Dijo Beethoven: «La música constituye una revelación más alta que ninguna filosofía». Ajena a fama, circunstancia o casualidad que atente a su propia identidad, por sí sola, a pesar de las ayudas, ha de encontrar su destino en cuya senda abunda este mensaje a modo de aviso: demasiados divismos y poca divinidad.
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