El eclipse de los principios
Si nos ceñimos al diccionario de la RAE, encontramos que el término 'principio', usado en plural, designa una «norma o idea fundamental que rige el pensamiento o la conducta»
José Antonio Fernández Palacios
Miércoles, 20 de agosto 2025, 22:49
¿Qué son los principios? Si nos ceñimos al diccionario de la RAE, encontramos que el término 'principio', usado en plural, designa una «norma o ... idea fundamental que rige el pensamiento o la conducta». Es decir, en el ámbito humano se entiende por tales aquellas convicciones primordiales que actúan como guías o imperativos normativos, de alcance general, para obrar adecuadamente dentro de las diversas áreas que integran el mismo. En contraste con los que halla la ciencia, los grandes principios que gobiernan o han de gobernar los campos social, jurídico, político, religioso, etc. tienen un carácter «a posteriori», esto es, mientras la ciencia se limita a descubrir principios que regulan los fenómenos naturales y que estaban «ahí antes», los segundos han sido elaborados, o sea, levantados sobre la base de amargas enseñanzas fraguadas al calor de traumáticas experiencias históricas. Así, por ejemplo, el principio de tolerancia religiosa, que se asentó definitivamente en la conciencia moderna occidental tras la publicación del 'Tratado sobre la tolerancia' (1763) de Voltaire, surgió después del baño de sangre e ingente destrucción ocasionados por las estériles Guerras de Religión libradas en el Viejo Continente durante los siglos XVI y XVII.
Mientras hay épocas que se caracterizan por estar imbuidas del firme propósito de que la vida social, económica o política discurra de acuerdo con pautas reconocidas por todos, hay otras, en cambio, que se distinguen por la inobservancia de aquellos como paso previo a su posterior demolición, donde se asiste, en efecto, al eclipse de los principios. Entre las primeras, destaca la que se inaugura al finalizar la Segunda Guerra Mundial, cuyos fundamentos fueron: a nivel político y jurídico, el respeto a la soberanía y la legalidad internacional –Carta de las Naciones Unidas–, a nivel económico, la cooperación y la estabilidad financiera global –Acuerdos de Bretton Woods– y, a nivel ético y moral, la dignidad inviolable de la persona humana –Declaración Universal de Derechos Humanos–. Entre las segundas, se cuenta, por desgracia, la nuestra, que representa el reverso sombrío de la precedente dado su denodado afán por socavar todos y cada uno de los cimientos que sustentaron el orden anterior. De los muchos ejemplos que dan constancia de ello, extraeré y me centraré, a continuación, en dos casos ilustrativos: uno situado dentro de nuestras fronteras y otro más allá de ellas.
El caso patrio tiene como protagonista a quien ostenta, desde hace siete años, la presidencia del Gobierno de España, cuya trayectoria política pivota sobre la violación continua del principio según el cual, en política, salvo contadas excepciones, el fin no justifica los medios, de modo que, para acceder al poder y mantenerse en él, ha tejido una estrecha alianza –letal para los intereses generales–, entre otras, con fuerzas nacionalistas, separatistas y filoterroristas impropia del líder de uno de los dos «partidos sistémicos» de nuestro país, al que se le presupone, en calidad de tal, una visión nacional de conjunto. Además, la ausencia de escrúpulos morales conlleva una falta de celo democrático que le ha conducido, con objeto de conservar el cargo, a colonizar las diversas instituciones, organismos y entes estatales y a tratar de domeñar lo que aún no controla como la Justicia o el reducto de prensa libre e independiente que queda. La estupefacción que el personaje en cuestión ha provocado se debe a que nunca, en el marco de la reciente democracia española, había aparecido, como han señalado acertadamente los escritores Pérez Reverte y Eslava Galán, alguien que es, cabalmente, un «»dirigente del Renacimiento».
El caso foráneo hace referencia a Donald Trump –el «epítome», por así decirlo, de esta era nada edificante–, en concreto, cuando propuso como solución final a la actual Guerra de Ucrania la cesión por parte de esta nación al invasor ruso de los territorios conquistados por este último. Evidentemente, esa propuesta suponía una conculcación flagrante del principio de integridad territorial de los Estados –recogido en el artículo 2.4 de la ya mencionada Carta de las Naciones Unidas– e implicaba, lisa y llanamente, dinamitar uno de los pilares del diseño geopolítico mundial posterior a 1945. Aunque resulta claro, siendo realistas, que el acabamiento de esa contienda pasará, inevitablemente, por la fórmula «paz a cambio de territorios», no lo es menos que ello constituirá un antecedente muy peligroso que alentará nuevos conflictos bélicos en ese sentido.
Asimismo, el presente eclipse de los principios en el ámbito público se advierte no solo en el grado exagerado de incumplimiento de aquellos, sino también en la impunidad de la que goza quien los infringe y en la aplicación completamente parcial de los mismos. En efecto, por una parte, hoy en día, la pérdida de apoyo que experimenta, entre sus correligionarios, el político que incurre en conductas bastante reprobables no resulta proporcional a su gravedad como tampoco el desgaste electoral del partido al que representa, de suerte que estamos instalados en un «tribalismo ideológico» que todo lo exonera –el «Podría pararme en medio de la Quinta Avenida, disparar a alguien, y no perdería votantes» que exclamó, con todo cinismo, Donald Trump–. Por otra parte, una práctica corriente en esa esfera consiste en invocar el amparo de los principios únicamente cuando conviene a los intereses individuales: es el caso, por ejemplo, de ciertos «prohombres de la izquierda», que se acuerdan del principio de presunción de inocencia al ser acusados de abusos sexuales a mujeres pese a haber negado antes, con sus palabras y sus actos, ese derecho al resto de los varones en idéntica situación. Lamentablemente, tienen que aguardar al momento del infortunio para aprender el carácter universal de los principios. Todo ello, en suma, se revela como altamente sintomático de una «sociedad desmoralizada», en la acepción ética del término.
Concluyo. Podría aseverarse que, si la preponderancia de los principios eleva el nivel civilizatorio de la humanidad, el declive de aquellos garantiza, indefectiblemente, lo contrario. Ese último es, pues, el futuro imperfecto al que, sin duda, nos enfrentaremos.
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